EL ENRIQUECIMIENTO ILÍCITO DE FUNCIONARIOS
PÚBLICOS Y LA INVERSION DE LA CARGA DE LA PRUEBA EN EL PROCESO PENAL.-
Por Alejandro Tazza
Facultad de Derecho – Universidad Nacional de Mar del Plata.-
Abordaremos
aquí la problemática suscitada en torno a la figura penal del enriquecimiento
ilícito de funcionarios públicos y el ámbito probatorio en el respectivo proceso
penal.
Sucede que esta especial
ilicitud ha sido diseñada de una forma tal, que tanto su estructura como su
validez ha sido objeto de distintas observaciones que van desde su supuesta
inconstitucionalidad hasta su efectiva validez en términos de elementales
principios constitucionales.
Haremos en primer
término un somero análisis de este tipo penal, tratando de indicar puntualmente
el entendimiento que le ha otorgado la doctrina y la jurisprudencia a este
delito. En base a ello y según la posición que se adopte, lo siguiente será
adaptar su concepción a la investigación que en el marco de un proceso penal
deberá realizarse, teniendo en cuenta la finalidad perseguida por el
legislador.
En efecto, a modo de
ejemplo diremos sintéticamente, que si se ve a esta ilicitud como un hacer
positivo (enriquecerse) o como una omisión (no justificar), el camino procesal
a recorrer por parte de la instrucción habrá de variar según el caso,
influyendo decisivamente sobre los modos de acreditar la comisión delictiva.-
Más allá de ello, todos
los elementos que componen la ilicitud serán determinantes, no sólo para
establecer una adecuada interpretación de este precepto, sino fundamentalmente
en el camino que deberá recorrer la instrucción o investigación preliminar para
encontrar un marco legal y constitucional que sea compatible con cualquier indagación
de un hecho delictivo.
Por tanto adquiere
particular relevancia el entendimiento que debe acordarse al tipo penal en
forma integral, como así también a cada uno de los conceptos que se emplean, a
la caracterización del bien jurídico tutelado en este caso, y al cotejo de la
norma principal con respecto a las restantes que existen dentro del mismo grupo
de figuras que intentan tutelar el bien jurídico de que se trate.-
I.- EL TIPO PENAL DE ENRIQUECIMIENTO ILÍCITO.
El llamado delito de
enriquecimiento ilícito de funcionarios públicos se encuentra comprendido
dentro de lo dispuesto por el art. 268 (2) del Código Penal.
La
norma dispone lo siguiente:
Art. 268 (2): “Será reprimido con reclusión o prisión de dos a
seis años, multa del cincuenta por ciento al ciento por ciento del valor del
enriquecimiento e inhabilitación absoluta perpetua, el que al ser debidamente
requerido, no justificare la procedencia de un enriquecimiento patrimonial
apreciable suyo o de o de persona interpuesta para disimularlo, ocurrido con
posterioridad a la asunción de un cargo o empleo público y hasta dos años
después de haber cesado en su desempeño.
Se entenderá que hubo enriquecimiento no sólo
cuando el patrimonio se hubiese incrementado con dinero, cosas o bienes, sino
también cuando se hubiesen cancelado deudas o extinguido obligaciones que lo
afectaban.
La persona interpuesta para disimular el
enriquecimiento será reprimida con la misma pena que el autor del hecho”.-
Esta figura fue incluida en nuestra
legislación en el año 1964 como una manera de luchar contra la corrupción
estatal, y en cierto modo, como respuesta para dar satisfacción de los
postulados emergentes de los tratados internacionales suscriptos por la
República Argentina, y al propio contenido de la Constitución Nacional en su
art. 36, tal como veremos oportunamente.
El fundamento otorgado a
la creación de un delito de esta clase está dado por el hecho de evitar
aquellas conductas anómalas de funcionarios y empleados públicos que a partir
de asumir una función estatal, pretendan obtener un aumento de sus patrimonios
personales a partir de la condición de funcionarios públicos que ostentan.-
La ilicitud ha sido
objeto de muchas críticas en cuanto a su eventual constitucionalidad, en razón
a que la forma estructural del tipo penal así diseñado podría llegar a
contrariar severamente garantías de raigambre constitucional, como así también principios
fundamentales del ordenamiento jurídico en general.
El
importante nivel de corrupción que azota a la región, y el alto grado de
impunidad derivado de la utilización del poder público y las estructuras
políticas de cada país, se suman al clamor social que con acendrado espíritu
republicano reclama condenas para funcionarios corruptos que se aprovechan de
la función pública para su propio enriquecimiento personal.
La
desconfianza generalizada por parte de la población hacia sus representantes
públicos fue lo que motivó a diseñar una estrategia política[1]
que fuera capaz de calmar ese reclamo popular en orden a sancionar con mayor
énfasis la deshonestidad de los servidores públicos.
En tal
sentido se ha dicho que la consagración legislativa de este tipo penal “representa
la culminación, y hasta la coronación del esfuerzo de un Estado democrático y
republicano en su pretensión de obturar todo resquicio por donde pueda
filtrarse la corrupción funcional”[2]. El
fundamento de tal pretensión es loable, entendible y necesario. Pero ello no
justifica que a ese precio se sacrifiquen inviolables garantías
constitucionales, ni que se utilice al derecho penal para resolver problemas
estructurales de corrupción que merecen una atención mayor desde otras ramas de
la ciencia, quizás no estrictamente jurídicas.
El
discurso político cargado de emotividad para justificar el castigo de la
corrupción, como los mecanismos de detección temprana de supuestos hechos de
esta naturaleza son bienvenidos y merecen ser receptados, pero –como hemos
dicho- en la medida en que sean respetuosos de los principios elementales del
orden jurídico. Se ha expresado que un trazado típico de esta naturaleza es
apenas compatible con las garantías básicas de un Estado de Derecho y más una
“expresión de demagogia que promesa de efectividad”[3].-
Por
ende, la figura analizada no debería ser entendida como el reconocimiento del
fracaso del Estado en descubrir e investigar hechos de corrupción, ni verse a
este delito como una ilicitud creada a partir de la imposibilidad de haber
podido comprobar actos previos ilícitos perpetrados por un funcionario público
en ejercicio de la función.
Sin
embargo, el trazado de esta figura responde un poco a esa infortunada idea
legislativa y a las ansias de pretender por cualquier modo y medio satisfacer
un reclamo popular, y así cumplir con lo que Sancinetti denomina
“autodignificación indirecta”, queriendo significar que todo aquel que esté a
favor de la legitimidad de esta figura es un virtuoso, y quien vislumbra
defectos jurídicos que la ponen en pugna con garantías constitucionales sea catalogado
como alguien que promueve la protección de funcionarios deshonestos. Colocarse
dentro de la primera posición a través de un discurso político, o en un debate
parlamentario será una buena forma de elogiarse a sí mismo (autodignificación)[4], y
dejar en evidencia a los demás.-
En
esta orientación se ha afirmado que la existencia de una figura penal como la
presente parece obedecer solamente a “las deficiencias institucionales y a una
cierta precariedad del Estado de Derecho en países en vía de desarrollo, como
un sentimiento de impotencia con que en muchos países se asiste a procesos
generalizados de corrupción sin que los responsables reciban sanción alguna[5].-
El ahínco expositivo plasmado en el
art. 36 de la Constitución Nacional, más los tratados internacionales
celebrados en esta materia ratificados por la legislatura argentina (leyes
24.759 y 26.097), nos llevan –entre otros aspectos- a destacar la relevancia en
torno a la consideración del bien jurídico que se afecta cuando se concreta una
conducta como la expresada, lo que veremos a continuación.
1).
El bien jurídico tutelado:
Como sabemos, la norma se encuentra
incluida dentro del Título XI del Código Penal argentino como una forma de
atentar contra la “Administración Pública”, y más específicamente ha sido
incluida por la ley 16.648 del año 64 dentro del Capítulo 9 bis que se dio en
llamar “Enriquecimiento ilícito de funcionarios y empleados”, luego modificada
por la ley 25.188 de Ética Pública.
Varias son las nociones que respecto a
ello se han ensayado:
a).
El bien jurídico visto como la genérica afectación de la administración
pública.
Se sostiene que lo que pretende
garantizar con la punición de esta conducta es la regularidad y la eficiencia
del ejercicio de la función pública concebida en su sentido más extenso[6].
Es claro que no debe verse en este caso
a la administración pública como una entelequia o abstracción en la cual pueda
quedar comprendida cualquier contradicción con una disposición reglamentaria o
administrativa, sino concretamente en aquellos casos que pueda verificarse una
infracción a una función que afecte en forma positiva y concreta a la relación
existente entre administración y administrados, a lo que se suma un beneficio
indebido de carácter patrimonial para el autor de esa conducta.-
No cabe duda que lo tutelado aquí es el
recto y normal funcionamiento del ejercicio de la función pública en todas sus
formas y modalidades. Ello implica que el funcionario o empleado público que
evidencie una notoria desproporción en su estilo de vida con relación a sus
ingresos haga encender las alarmas,
y que sea el derecho el que acuda a despejar
el interrogante y determinar si ha existido un hecho de corrupción, u otra
conducta atrapada por la ley penal.-
b). La imagen de
transparencia y probidad.
Para
otro sector de la doctrina, en este caso lo que se intenta con su castigo es
evitar que los funcionarios corrompan la función pública y que se enriquezcan
sin justificativo alguno[7],
preservándose de tal modo la imagen de transparencia, gratuidad y probidad de
la función pública o de quienes la encarnan[8].-
En
cierto modo es la posición asumida por la Cámara Nacional en lo Criminal y
Correccional de Capital Federal, en el precedente “Pico”, cuando sostuviera que
se produce una afectación a la percepción de los administrados, los que podrían
representarse un comportamiento ilícito por parte del funcionario sospechado,
dando así sustento a la tutela de la “buena fama” de los servidores públicos[9].-
A ello se ha criticado –y no sin razón-
diciendo que ni la transparencia o la probidad surgen de antecedente
legislativo alguno, ni el título del propio código, ni en la estructura de la
norma. Lo que sucede en realidad es que en pos de perseguir a funcionarios que
se supone deshonestos, y a los fines de que no exista una laguna de
punibilidad, hay toda una corriente que intenta justificar la norma, pero no es
ésta la función del jurista. Subyace aquí un problema ético más que jurídico[10].
Coincidimos con ello, por cuanto si el
interés a tutelar fuera simplemente una “imagen” de transparencia u honestidad,
el bien jurídico tutelado se vería agredido aun cuando sustancial u
objetivamente el funcionario fuera honesto, y su “imagen” como forma de
percepción de terceros así no lo fuese. En todo caso lo que se intenta tutelar
es concretamente la probidad y la honestidad del ejercicio de la función pública,
no sólo su apariencia.-
c).
El sistema democrático de gobierno.
La Constitución Nacional en su artículo
36 hace referencia al sistema democrático, y ello ha motivado a algunos a decir
que debe tipificarse el delito de enriquecimiento ilícito como un hecho de
traición a la patria[11],
lo que nos parece un tanto exagerado. No sólo porque la alta penalidad de la
traición como uno de los hechos más graves de nuestro sistema penal (de 10 a 25
años o prisión perpetua), sino porque en realidad allí no se atenta contra el
sistema democrático (Título X) sino contra la Seguridad de la Nación (Título
IX), y la expresión contenida en el art. 36 de la Constitución Nacional tiene
para nosotros otra significación más de carácter declarativo que operativo.
En
efecto, es verdad que nuestra Carta Magna afirma que “atentará contra el
sistema democrático quien incurriere en grave delito doloso contra el estado
que conlleve enriquecimiento”, pero eso requiere algunas aclaraciones:
En
primer lugar comprende a “todo delito doloso” que implique un incremento
patrimonial, y no se limitaría por ende, y en forma exclusiva al
“enriquecimiento ilícito”. En tal sentido un cohecho, un peculado o la
concusión deberían correr la misma suerte.
En segundo término constituye un error
equiparar un delito doloso “contra el estado” con un delito contra la
administración pública. Los delitos contra el Estado están circunscriptos a los
previstos por el Título IX (Seguridad de la Nación) y el Título X (Contra los
Poderes Públicos y el Orden Constitucional). Por su parte, el enriquecimiento ilícito
y las otras figuras funcionales (cohecho, peculado, exacciones, prevaricato,
etc.) comprometen el ejercicio de una función pública y no van dirigidas
“contra el estado”, sino que afectan el normal funcionamiento de la
administración de un estado, circunstancia por cierto diferente.
Finalmente diremos que es cierto que la
pena del delito de rebelión (art. 226) y de colaboración o usurpación de
funciones (art. 227 bis) luego de quebrado el orden constitucional deberían
ajustarse al texto del primer y segundo párrafo del art. 36 de la Constitución
Nacional remitiéndose a las sanciones del art. 214 del texto punitivo. Pero
creemos que el texto constitucional en su tercer párrafo lo que pretende es
reforzar la idea de la preservación del orden constitucional, aclarando se verá
afectado aun cuando el papel secundario de quien no ejecuta el delito principal
se limite al aspecto patrimonial, y a la necesidad de imponer una pena de
inhabilitación cuando ello no esté contemplada. De ahí a asegurar que de los
delitos contra la administración el único que debería ser castigado como
traición a la patria es el “enriquecimiento ilícito”, hay una gran diferencia.-
d).
Infracción de deber e inobservancia de los deberes del cargo.
También se ha querido ver a este delito
como una infracción a específicos deberes del cargo funcional. Como si fuese un
especial delito de infracción de deber que lesiona ese vínculo al que está
sometido el autor con una institución. Se basaría entonces en el deber personal
de lealtad o fidelidad derivado de la especial vinculación que une al sujeto
con el cuerpo administrativo del que depende. Se trataría por tanto, de un
deber jurídico de naturaleza disciplinaria resultante de la relación especial
de sujeción en la que se halla la autoridad o funcionario público con respecto
a la Administración[12].-
Sin embargo creemos que no toda
infracción de naturaleza disciplinaria pueda dar origen a esta figura penal.
Del mismo modo podría fundarse el delito de incumplimiento de deberes de
funcionario público (art. 249 del Código Penal), y de ese modo cada vez que
exista una contradicción entre la conducta del agente público y la estructura
disciplinaria, el Código Penal la atraparía en alguna de sus previsiones. Es como si el funcionario público se
encontrara en una posición de garante asumida al ingresar al sistema
administrativo público, portando un deber de rendir cuentas y de poner en
evidencia la pulcritud y la lícita procedencia de sus activos, dado que se
encuentra al servicio de la Nación[13].
Llevar
a estos extremos una mera contravención con las normas reglamentarias es una
exageración punitiva, que engloba dentro de los delitos contra la
administración pública cualquier falta o infracción al régimen disciplinario.
Lamentablemente una disposición legal como la prevista en el código argentino
nos puede llevar a extrema conclusión si es que no la conciliamos con los
principios generales del ordenamiento jurídico integral.-
En
ese orden de ideas debemos recordar que el concepto del bien jurídico cumple
una función teleológica e integradora del tipo penal, y puede ofrecernos
únicamente una serie de criterios negativos de deslegitimación, como límite a
la potestad estatal que ejerce el “ius puniendi”, y no a la inversa. La lesión
al bien debe ser una condición necesaria para justificar la prohibición y
punción de una conducta como delito[14],
pero no es por sí misma suficiente para
ello, pues caeríamos en la inversión de la lógica, creando primero un tipo
legal para luego inventar un bien jurídico con relación a tal sanción.
Como
bien asegura Silva Sánchez, debe impedirse que el concepto de bien jurídico
“sirva de mera pantalla para la protección penal de todo tipo de interese,
estrategias o convicciones morales”, por lo que debería entenderse en su
dimensión social como condición necesaria para la conservación del orden
social. Su característica entonces, será su dañosidad social[15].-
En síntesis, no hay un acuerdo unánime
en doctrina acerca del alcance y contenido particular de este bien jurídico que
estamos analizando. Nosotros lo ubicamos en el genérico interés de tutelar el
normal, adecuado y correcto desarrollo y ejercicio de una función pública
conforme las normas que reglamentan su ejercicio. Pero en todos los casos, la
lesión al bien jurídico deberá conjugarse no sólo con la inobservancia de las
reglamentaciones vigentes (respeto, probidad, etc.), sino con la concreta
afectación al patrimonio estatal o al incumplimiento del principio de gratuidad
de la función.
De
todos modos, en nuestra visión, el esfuerzo por preservar estos principios y de
incrementar los controles que hacen a la honestidad y probidad de quienes
desempeñan una función pública se encuentra satisfecho con el derecho
administrativo sancionador a lo largo de toda la estructura legal del
ordenamiento jurídico, a la par de las restantes definiciones típicas
contenidas en el Título XI que como Delitos contra la Administración Pública ha
previsto nuestro Código Penal.-
Tengamos en cuenta que puede verse a
esta figura como un supuesto de “abuso funcional”, en donde se puntualiza el
aprovechamiento del servicio público para el enriquecimiento indebido personal
del agente; o también como una simple violación al principio de confianza y a
otros deberes del funcionario, aun cuando no se haya servido de la función para
cometer el hecho.
Esto también trae consecuencias en la
apreciación del bien jurídico particular, puesto que en el primer caso se
vinculará más con el ejercicio propio de la función, mientras que en el segundo
ello impactará sobre el ejercicio de la administración pública en general, como
un genérico deber de rectitud por el desempeño de una función pública.
Por tanto consideramos que es necesario
restringir la interpretación del bien jurídico tutelado y considerarlo
infringido en aquellos casos en que exista una concreta afectación patrimonial
del erario público y/o a una efectiva lesión a las reglamentaciones normativas
vinculadas con el principio de gratuidad del ejercicio de la función pública
para con los administrados.
De todos modos, veremos que la
redacción del tipo penal genera algunas dificultades en torno a su cabal
comprensión, y por tanto a los hechos que quedan englobados en esta disposición
penal, lo que a su vez, influye decisivamente a la hora de encontrar una
particular afección al bien jurídico tutelado.-
2).
La norma argentina y el contexto internacional.
El art. 268 (2) del Código Penal
Argentino presenta una redacción extremadamente confusa y ha dado lugar a
grandes debates en torno a su adecuada interpretación, como así también a otros
aspectos vinculados a su presunta inconstitucionalidad por contrastar con
específicas garantías contenidas tanto en nuestra Constitución Nacional como en
Tratados Internacionales suscriptos por el Estado Argentino.
Sin perjuicio de ello, debemos evaluar
también los preceptos de orden supra nacional -aunque no formen parte de
nuestro ordenamiento a la luz de lo establecido por el art. 75 inc. 22 de la
propia Carta Magna-, pero sin descuidar otros mandatos que el mismo Código
Penal ha incluido dentro de esta categoría especial de delitos (v.gr., art. 249
y 268 3ro CP).
Nuestro país es signatario de la
“Convención Interamericana de la OEA contra la Corrupción”, ratificada por ley
24.759/97, en cuyo art. 9 se obliga a los Estados parte a tipificar como delito
“el incremento del patrimonio de un funcionario público con significativo
exceso respecto de sus ingresos legítimos durante el ejercicio de sus funciones
y que no pueda ser razonablemente justificados por él”. Es decir que el
compromiso internacional obliga al Estado Argentino a incluir dentro del
catálogo penal a una conducta como la descripta, aunque con la salvedad
contenida en el mismo texto internacional, de hacerlo “con sujeción a su
constitución y a los principios fundamentales de su ordenamiento jurídico” (art.
9 de la Convención).-
Esto significa que no podrá crearse un
tipo penal que infrinja las garantías que el Estado Argentino concede a
cualquier individuo en su propia Constitución Nacional, o que pueda vulnerar
los principios fundamentales de su ordenamiento jurídico. En síntesis, el tipo
penal no debería incluirse si la Constitución Nacional o los principios
fundamentales del ordenamiento jurídico impiden diseñar una disposición típica
que contraríe sus mandatos, o lo debería incluir de modo tal de conciliar
dichos principios con un precepto que sea respetuoso de las garantías que el
Estado ha asegurado a todos sus habitantes sin distinción alguna.-
Por otro lado, la ley 26.097/2006
aprueba la “Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción”, que en su
artículo 20 establece también la obligación para los Estados parte, de
tipificar como delito el enriquecimiento ilícito, al cual define del mismo modo
que la Convención Interamericana, y con las mismas salvedades y objeciones
constitucionales, o las referidas a principios fundamentales del propio
ordenamiento jurídico.-
Debe enfatizarse en este último aspecto
algo que debe quedar claro. Las convenciones internacionales obligan al estado
argentino a tipificar el delito de enriquecimiento ilícito de manera tal que su
descripción y contenido no sea incompatible con las garantías contenidas en la
Constitución Nacional o no contraríen los principios fundamentales de su
ordenamiento jurídico.
Esto ha llevado a que países como
Canadá[16]
o Estados Unidos de América[17]
hicieran sus reservas a la hora de tipificar una figura como la consignada[18],
o que en Costa Rica fuera declarada inconstitucional por la Sala Constitucional
de la Corte Suprema de Justicia[19],
al igual que el proyecto de Ley de Portugal que pretendía incorporarla[20];
o que en otros ordenamientos –como el español, alemán e italiano- no se haya
previsto una ilicitud de semejante tenor, precisamente por su posible
confrontación con ciertas y precisas garantías constitucionales[21].-
En síntesis, o porque como bien se
afirma en Estados Unidos de Norteamérica que no hace falta tipificar como
delito el enriquecimiento ilegal de funcionarios públicos frente las distintas
disposiciones que los obligan a presentar declaraciones juradas[22];
o ante la existencia de códigos de ética institucionalizados u otros mecanismos
parecidos, e instaurados para aquellos que detentan la función pública[23],
lo cierto es que la problemática creación de una figura de esta naturaleza
sacude con fuerza los pilares de las estructuras constitucionales y el
andamiaje jurídico de los distintos sistemas legales del orbe.-
Paralelamente, por el lado de la Unión
Europea no existen en la actualidad normas que obliguen a sus Estados miembros
a criminalizar el delito de enriquecimiento ilícito. La Convención de la ONU
contra la Corrupción no establece una obligación vinculante de tipificar esta
conducta[24].
Y sugestivamente tampoco los instrumentos supranacionales europeos en materia
de corrupción, como el Convenio de la Unión Europea relativo a la Lucha contra
los actos de Corrupción en los que estén implicados funcionarios de las
Comunidades Europeas o de los Estados Miembros de la Unión Europea (de 1997) y
la Convención del Consejo de Europa sobre Derecho Penal en materia de
Corrupción (de 1999), no contemplen, ni aun a título de sugerencia, la
introducción de un tipo penal semejante[25].-
Ahora bien, en el caso de Iberoamérica,
y especialmente en Argentina, el hecho de que aquellos tratados internacionales
no posean jerarquía constitucional no dispensa al Estado Argentino de dar
cumplimiento a sus mandatos. Ello debe respetarse tanto como el acatamiento a
las garantías constitucionales y a los principios fundamentales que emanan del
ordenamiento jurídico integral.
El problema radica en otorgar una
dimensión constitucional a la figura en tanto sea posible, o aconsejar su
eliminación o modificación en los términos legales. que garanticen su absoluta
compatibilidad con los principios fundamentales del ordenamiento jurídico
integral.-
3).
El enriquecimiento ilícito y su relación con otras figuras.
En
sintonía con lo anterior debe señalarse que existen otras disposiciones que
complementan la figura en comentario. En el párrafo tercero del articulado 268
se prevén otras conductas que coadyuvan a interpretar armónicamente el sentido de
la ilicitud.
Efectivamente,
nuestro sistema penal sanciona tanto la omisión de la presentación de
declaración jurada, como el ocultamiento de datos o su falsedad al momento de
su pertinente presentación[26].
Se
trata de una previsión legal que conforma un anticipo de la ilicitud futura en
la que un funcionario pudiere llegar a incurrir, y de tal modo no pueda –eventualmente-
ocultar aquel avance patrimonial injustificado[27].
Se lo ha percibido como “un ensayo de entorpecer las posibilidad de
enriquecimiento ilícito del funcionario, pues tales conductas impiden juzgar la
evolución patrimonial del mismo”[28].
Estas figuras si bien dirigen el
mandato a quienes estén obligados a presentar declaraciones juradas
patrimoniales por ley[29],
nos pueden servir de valioso instrumento para la interpretación, y en cierto
modo al “blindaje” del bien jurídico cuya protección aquí se quiere otorgar.-
Se han presentado a estos delitos como
“un sano intento de obstaculizar el enriquecimiento durante el ejercicio del
cargo”[30],
y de allí su inclusión a continuación de la ilicitud en comentario.
El hecho de omitir presentar la
declaración jurada cuando se está obligado a ello por ley, equivale a alguna
especie de sustracción del control estatal de los bienes que componen el
patrimonio. Lo mismo sucede cuando se omiten o falsean datos relevantes en una
declaración jurada, puesto que no se refleja así, el verdadero estado
patrimonial que pueda poseer el funcionario público de que se trate.
En ambas conductas ilícitas (art. 268 (3)
del Código Penal), debe existir una relación –aunque más no sea tangencial- con
el delito de enriquecimiento ilícito, y su configuración debe ser evaluada en
orden a la evitación de aumentos patrimoniales injustificados por parte del
funcionario responsable. Por tanto creemos
que cuando ha existido un enriquecimiento ilícito (art. 268 2do) y se trata de
funcionarios obligados a presentar declaraciones juradas patrimoniales,
necesariamente se producirá un conflicto legal entre la figura mencionada y la
falsedad u ocultamiento de datos de su declaración, con lo que existiría una
superposición delictiva producto del afán desmedido de regular esta clase de
hechos[31].
Para dar logicidad estructural a ambas
figuras deberíamos hacer aquí una salvedad: la presunta comisión de delitos
vinculados a declaraciones juradas solamente quedarían reservados para aquellas
hipótesis en donde no exista una investigación iniciada por enriquecimiento
ilícito del mismo funcionario público, pues la comisión de este último
implicará necesariamente la perpetración de alguno de aquellos otros, no
pudiendo exigirle a quien se ha enriquecido “ilícitamente” que consigne dicho
incremento patrimonial en la respectiva declaración jurada, so riesgo de
compelerlo a reconocer otro delito, o a juzgarlo dos veces por el mismo hecho.
La declaración jurada falsa entonces, se presentaría como un acto posterior
co-penado con el enriquecimiento ilegal y lo único que haría es agotar la
consumación delictiva originaria[32].-
No olvidemos tampoco que la omisión
maliciosa de presentación de declaración jurada implica un incumplimiento de
los deberes de funcionario público (art. 249 del Código Penal); ni que la
falsedad de datos en una declaración jurada conlleva también una falsedad
documental en instrumento privado (art. 292 CP), lo que en ambos casos se
resolvería por especialidad en orden al concurso aparente de leyes o tipos
penales a favor de las primeras.
Creemos
que con la “omisión maliciosa” de presentar la declaración jurada, con la siguiente
previsión punitiva consistente en el ocultamiento de datos o su falsedad en
dicho instrumento, se encuentran perfectamente satisfechas las expectativas de
castigo penal a los funcionarios públicos deshonestos que se sirven de la
función pública para obtener beneficios personales derivados del cargo, o
provenientes de otras actividades ilegales o contrarias a la debida conducta
que la reglamentación impone en cada caso particular.-
Por otra parte existen sanciones desde
el punto de vista administrativo que se presentan como suficientes para lograr
el mismo objetivo. No debemos olvidar que los arts. 8 y 9 de la ley de ética
pública (ley 25.188) habilita la aplicación de exoneración o cesantía, y que su
decreto reglamentario 164/99 en el artículo 10 permite la suspensión de haberes
del funcionario hasta tanto cumpla con la carga normativa de su presentación.
Vemos entonces que el derecho
administrativo sancionador permitiría lograr el mismo objetivo que esta amenaza
punitiva, sin tener que recurrir al sistema penal para lograr eficacia e
impedir abusos funcionales traducidos en enriquecimientos injustificados. La
exoneración o cesantía del funcionario incumplidor (ver arts. 23 y 33 del
Régimen de Empleo Público Nacional según ley 25.164), la inhabilitación para el
ejercicio de cargos públicos, la promoción de juicio político o desafuero según
el caso y régimen aplicable, o eventualmente la comisión de otros delitos ya
previstos por el ordenamiento jurídico en general, conforman una barrera sistémica
que perfectamente puede dar solución a la preocupación legislativa de sancionar
punitivamente un hecho de dudosa constitucionalidad y que tantos problemas ha
traído a la hora de dilucidar su verdadero significado jurídico.-
II.- EL ENTENDIMIENTO OTORGADO A LA CONDUCTA PUNIBLE.-
Con relación a este tema se han generado múltiples discusiones, y no
se ha logrado consenso unánime en doctrina y en jurisprudencia sobre el alcance
que debe darse a esta figura penal.
1.- Delito de Omisión (no justificar).
Para algunos juristas el artículo 268 (2) del texto punitivo revela en su
redacción que la conducta delictiva consiste en “no justificar” la procedencia
del enriquecimiento apreciable producido con posterioridad a la asunción de un
cargo público[33].
En tal entendimiento se
trataría simplemente de un delito de omisión propia, y el enriquecimiento un
presupuesto fáctico del delito[34].
Ello estaría justificado
tanto en razón a la condición de funcionario público del autor, como en el
cumplimiento del deber de actuar específico, cuando se haya comprobado
objetivamente un notorio incremento patrimonial durante la función, a fin de
evitar la lesión a la imagen de transparencia y probidad que constituye el bien
jurídico tutelado[35].
Incluso Soler ver en
esta figura la positiva violación de un deber expreso asumido por el
funcionario. Es decir que la sola circunstancia del cambio no aclarado de
fortuna de los funcionarios públicos constituye en sí mismo un grave mal
ejemplo en una república, y la asunción de un cargo público comportaría un
deber de especial pulcritud y claridad en la situación patrimonial. Agrega que
quien sienta esa obligación como demasiado pesada o incómoda, que se aparte de
la función pública[36].-
Siendo así, las
eventuales garantías constitucionales se verían “relajadas” por la sola
condición del desempeño funcional. El funcionario que requerido se ampara en el
derecho constitucional a no declarar (por los motivos que sea) incurrirá
automáticamente en este delito al haber tenido la oportunidad y no justificar
el hecho. Un terrorista que se niega a declarar sin que ello implique
presunción en su contra (art. 18 de la Constitución Nacional) tendría mayores
garantías constitucionales que un simple funcionario o empleado público.-
Tanto la condición de
funcionario público y la asunción de funciones con dicha carga fundamentarían
la obligación de justificar un incremento patrimonial significativo.
Completa este cuadro la
posición de quienes ven el sustento punitivo en una especial infracción a un
deber que pesa sobre los funcionarios públicos. Se trataría de un delito
especial de infracción de deber caracterizado por la existencia de un deber
personalísimo de naturaleza extrapenal, constituido por la utilización del poder
político que el ejercicio de la función pública le otorga, castigándose de tal
modo el uso ilegítimo de la función para incrementar ilícitamente su patrimonio[37].-
Como hemos visto, para
esta visión esa carga es la que surge del deber personal de lealtad o fidelidad
derivado de la especial vinculación que une al sujeto con el cuerpo
administrativo del que depende.
Las conclusiones
anteriores, si bien en algún caso referidas a otra estructura de tipo penal[38],
pueden objetarse de dos puntos de vista: el primero de ellos consistente en
hacer notar que lo único que ha quebrantado el funcionario público es una norma
administrativa o reglamentaria de su función. De allí a que ello sea elevado a
la categoría de delito es una cosa diferente. Es necesario en tal sentido
evitar la creación de figuras penales bajo la premisa de proteger “generalizaciones
nebulosas” al decir de Hassemer[39],
que se alejen de la selectividad y nitidez que debe poseer un bien jurídico
adecuado a la realidad, limitador de cualquier abuso legislativo o de poder. Y
en segundo lugar, se ratificaría -de ser así- que las disposiciones
reglamentarias, de carácter administrativo sancionador serían suficientes como
para evitar los resultados que se pretenden obviar con una fórmula penal de
dudosa y discutida constitucionalidad en todas partes del mundo.
Por lo demás, la tesis
de la especial infracción de deber se apoya en la presunción de que el delito
se comete mediante un “abuso funcional” del servidor público. Es decir,
aquellos casos en los cuales un funcionario se prevale de su cargo para poder
perpetrar una ilicitud que afecta a la correcta administración pública
(cohecho, malversación, exacción, etc.), lo que no es del todo cierto al menos en
nuestra legislación, que no exige tal extremo, bastando que el autor no haya
podido justificar la procedencia de un enriquecimiento patrimonial
significativo.
Por tanto, en nuestro
sistema, si el incremento patrimonial proviene de la comisión de un delito
desvinculado de la función, el hecho seguirá siendo típico en los términos de
la norma analizada, ya que la disposición no hace distinción alguna. La norma argentina
no exige que el enriquecimiento se sustente en un “abuso funcional” por parte del autor, lo que en cierto modo
presume una ilicitud funcional previa, dando lugar a que sea considerado como
“delito de sospecha”, de carácter residual.
Sin
embargo, entendemos que si el delito se configurara al “no justificar” dicho
enriquecimiento, el incremento patrimonial que no derive del ejercicio propio
de la función también sería constitutivo del delito a pesar de que no se trate
de un abuso de función. El empleado de una dependencia administrativa estatal
de cualquier orden que –v.gr.- forma parte integrante de una banda que
comercializa estupefacientes cometería este delito no justificando su incremento
patrimonial aun cuando dicha actividad no estuviera vinculada al ejercicio de
la función pública. En tales casos no podremos asegurar que existe una relación
entre el desempeño de la función y la comisión de este delito. Todo
enriquecimiento no justificado estaría penado para un servidor público a pesar
de que no afecte la relación entre administración pública y administrados[40].
Pero es de hacer notar
que también se ha adosado al fundamento anterior, que así como en la actividad
privada, en la función pública es necesario rendir cuentas del patrimonio ajeno,
y nadie ha objetado aquella obligación. La justificación del delito de
enriquecimiento ilícito se sustentaría entonces, en la imposición de un deber,
esta vez no derivado de las reglamentaciones particulares de su ejercicio, sino
de la obligación de rendir cuentas del patrimonio o erario público que maneja,
gobierna y preserva el funcionario público.
No nos parece acertada
esta tesis debido a que no es lo mismo equiparar las obligaciones comerciales
de un sujeto que maneja un patrimonio ajeno con aquellas derivan del desempeño
de un cargo público, pues son de naturaleza sustancialmente diferente, y en
todo caso darán a la posible comisión de concretos delitos contra la
administración cuando corresponda rendir cuenta de ello (malversación,
peculado, etc.). De ahí que el Estado argentino haya establecido organismos
encargados del controlar de las actividades patrimoniales de los órganos
públicos y de fiscalizar el correcto desempeño conforme las reglamentaciones
vigentes y aplicables al caso puntual. Si de ello deriva una inconsistencia que
pueda dar lugar a una comisión delictiva se deberá dar intervención a la
autoridad judicial para la posible investigación de la perpetración delictiva de
que se trate (malversación, peculado, retención de fondos, etc.) Pero de allí a
equiparar una rendición de cuentas privadas con el ejercicio de la función
pública hay una distancia considerable.
Ni una pseudo “rendición
de cuentas”, ni una especial posición de garante de la función pública en el
desempeño de un cargo satisfacen las exigencias de este tipo penal, ni pueden
ser utilizadas para fundar su necesidad de inclusión como delito en términos
penales.
Tampoco la asunción de
una función pública implica una renuncia anticipada de garantías
constitucionales de ninguna clase. Ni puede considerarse una obligación
especial derivada de la naturaleza política o social de la función que se
cumple.
Estos argumentos podrán
eventualmente ser utilizados para reclamar la aparición de otras ramas del
derecho, pero nunca del derecho penal. Podrá justificarse en el campo del
derecho administrativo para la posible sanción de conductas que contraríen los
deberes y prohibiciones reglamentarias (ver ley 25.188 y 25.164) ya sea bajo la
forma de cesantía o exoneración, de remoción o desafuero según la naturaleza de
la función y la órbita de su desempeño en alguno de los poderes del Estado, más
en la concepción de un derecho penal propio de un estado democrático y
respetuoso de las garantías inherentes a todo ser humano, el ejercicio punitivo
sólo se encuentra habilitado cuando se ha cometido un delito; esto es, si un
funcionario público se ha enriquecido “ilícitamente” es porque lo ha sido a
través de una ilicitud anterior, que es la que debe ser investigada. Caso
contrario se estará investigando la consecuencia (enriquecimiento) y no su
causa. No se estaría castigando un crimen, sino el producto económico
resultante.-
Esto último es
consecuente con el sistema del “common law”, ya que en esta tradición jurídica
el enriquecimiento ilícito no es reconocido como un crimen per se, sino
simplemente como el resultado de una actividad criminal realizada previamente[41].
Observamos que presumir
una ilicitud que amerita la actuación del sistema punitivo a partir de la
supuesta violación al deber de confianza o a una contrariedad con el correcto
actuar de un funcionario público, nos conduciría a situaciones injustas y
divergentes dentro del mismo compendio punitivo. En efecto, todo ilícito
cometido por funcionario público aún sin haberse prevalido de su función,
serviría para fundamentar una violación a sus deberes y al principio de lealtad
y confianza en el servidor público. Además, cualquier contradicción con una
norma reglamentaria elevaría al hecho como un acto delictivo, lo que no siempre
es lo adecuado.
En síntesis, la conducta
típica entendida como una omisión derivada del incumplimiento o inobservancia
de cargas funcionales, de especiales infracciones de deber, o de desvíos
funcionales, no alcanza para comprender el completo alcance delictivo de la
figura analizada.
2.-
Delito de Acción (enriquecerse). Otra parte de la doctrina sostiene que la
acción consistiría en enriquecerse ilegítimamente con los fondos públicos
prevaleciéndose del cargo[42].
Más allá de la respetada opinión de quien la formula, esto no es lo que dice el
texto[43]. En
primer término porque “enriquecerse” no es de por sí y necesariamente, una
conducta delictiva, y en segundo término, porque la prevalencia del cargo –como
hemos dicho anteriormente- no es una exigencia requerida por la ley argentina.-
El tipo
penal, así visto, sancionaría el enriquecimiento en la medida en que no sea
justificado, independientemente de que el incremento de fortuna provenga del
ejercicio de la función o de cualquier otra actividad lícita o ilícita.
Sería
un enriquecimiento ilícito “funcional”, es decir, utilizando el ejercicio de la
función pública para su comisión. Pero basta con observar que la negativa a
declarar judicialmente, ya sea por razones éticas y morales (donación hecha por
un amante), por una posible incriminación en otro hecho delictivo (tráfico de
drogas o trata de personas), o por otras causas (haber ganado un juego de azar
clandestino) convierten al enriquecimiento como punible en estos términos. Por
tanto, el tipo penal no requiere tanto como la comprobación de una vinculación
de la función con el incremento patrimonial. Ello deriva de ver a esta figura
como un recurso probatorio cuando no se puede acreditar que el funcionario ha
sido corrupto y ha cedido frente a un eventual cohecho, un peculado u otro
delito relacionado con la función pública.
De esta manera la “no
justificación” que menciona el texto legal se convertiría en una condición
objetiva de punibilidad a los fines de la sanción[44], postura
asumida por el Procurador General de la Nación en el precedente “Alzogaray”, de
fines del año 2008[45],
con todas las consabidas objeciones que estas circunstancias presentan al estar
colocadas fuera del tipo, o no pertenecer a su órbita, ni depender de la
actividad del sujeto involucrado. Ello podría afectar indudablemente, el
principio de culpabilidad de raigambre constitucional.
También se ha
cuestionado este modo particular de ver al delito, pues entenderlo así llevaría
a la inversión de la carga probatoria, que a partir de esta concepción estaría
en cabeza del imputado justificar el hecho presuntamente ilícito, con la
consiguiente afectación al principio de inocencia derivado de nuestra
Constitución Nacional.-
No obstante, la propia
Corte Suprema en el precedente “Rossi”, y la Cámara Nacional de Casación Penal
en el caso “Alzogaray”, han afirmado que la “no justificación” no es una
circunstancia que proviene del funcionario cuando es requerido, sino la que
resulta de la comprobación inicial de que no encuentra sustento en los ingresos
registrados por el agente. O sea una mera comprobación entre su patrimonio y
sus ingresos. Sería no una inversión de la carga probatoria, sino una
disposición que debe interpretarse como una regla a favor del imputado, y no
como una obligación de probar su inocencia, teniendo allí la posibilidad de
justificar la existencia de su estado patrimonial. De tal modo se respetaría –a
juicio de la Corte Suprema- el legítimo ejercicio de la defensa en juicio,
asegurándole al funcionario la posibilidad de acreditar el origen lícito del
incremento patrimonial apreciable y en principio, injustificado, que se le
enrostra en la imputación.
Una variable de esta
posición es la mantenida por Magariños, cuando considera que el requisito de la
“no justificación” es un especial elemento de la antijuridicidad, necesario,
pero como requisito positivo para construir el tipo penal no para excluirlo.
Por ello no debe ser interpretado como una exigencia impuesta al imputado de
invocar, alegar o acreditar la incorrecta verificación del incremento
patrimonial o de las causas que podrían justificarlo[46].-
Entre otras objeciones a
este modo de ver el tipo penal, se ha llegado a decir que siendo así, el hecho
de “enriquecerse” no sería un comportamiento humano, sino una mera comparación
a nivel de estado contable, entre el patrimonio de un sujeto al ingreso de su
función y del que surge al momento de ser requerido[47].
Se asegura en este orden
de ideas, que el delito no consiste en que el funcionario no justifique su
enriquecimiento cuando ello le es requerido, sino en la comprobación de datos
objetivos demostrativos de un incremento patrimonial injustificado o sin razón
alguna, que exceda crecidamente las posibilidades emergentes de los ingresos
normales del funcionario, quedando en manos de la actividad acusatoria
demostrar que existe tal acrecentamiento, y que el mismo no puede tener otra
explicación que la vulneración del deber de transparencia[48].-
En realidad creemos que
ello no es así, pues el hecho de “no justificar” está indicado no en relación a
la desproporción entre bienes e ingresos, sino al momento de ser “debidamente
requerido”.
Es decir, constituye un
elemento del tipo referido a una circunstancia de tiempo, esto es, no
justificar cuando se lo intima a ello. La “no justificación” no se vincula con
lo injustificado de su patrimonio, sino con no poder dar después, en el momento
indicado, explicaciones satisfactorias sobre el incremento patrimonial.
En síntesis, “no
justificar” es no probar, no poder haber acreditado, no haber dado respuestas
satisfactorias o no demostrar acabadamente el origen lícito de su patrimonio.
Es una cuestión de naturaleza procesal, que no debe confundirse con el objetivo
estado patrimonial distorsionado que es el que se le imputa al autor de esta
conducta.-
3.- Delito complejo de acción y omisión (enriquecerse y no justificar).Pensamos por nuestra
parte que la acción descripta por el artículo 268 (2) del Código Penal
representa un delito de doble acción. No creemos que sea un delito de omisión,
sino un delito complejo compuesto por dos conductas: una positiva
(enriquecerse) y otra negativa (no justificar). Por un lado se requiere la
omisión de no justificar un requerimiento apreciable por parte del funcionario,
y por el otro, el actuar previo que da lugar a ese incremento patrimonial.
Acción en enriquecerse y omisión en no justificar. En otras palabras, la acción
punible consiste en no justificar la procedencia de un enriquecimiento
patrimonial apreciable producido con posterioridad a la asunción de un cargo
público[49].-
Es requisito de la acción configurada por
el artículo 268 (2) del texto legal, que el enriquecimiento patrimonial del
funcionario sea apreciable, o sea, que se haya producido un incremento significativo
de su activo, o también, como dice la disposición que comentamos “que se
hubiesen cancelado deudas o extinguido deudas que lo afectaban”, es decir, que
se haya disminuido considerablemente el pasivo.-
Indudablemente será apreciable cuando
resulte considerable o desproporcionado con relación a la situación económica
del funcionario en el momento de asumir el cargo, y que no esté de acuerdo con
las posibilidades de evolución normal de aquella durante el tiempo de desempeño
de la función o en el período ulterior a su cese, que se prolonga de acuerdo a
la ley 25.188, “hasta dos años después de haber cesado en sus funciones”.-
El
incremento patrimonial debe ser entonces, excesivo o desmedido con relación a
los legítimos ingresos del funcionario público. Ni la compra de artículos
suntuosos, ni el estándar de vida que el mismo lleva pueden por sí solos servir
de fundamento a esta premisa. No hay duda en que para que exista
“enriquecimiento”, debe existir una considerable desproporción entre lo que el
funcionario posee o disfruta, y lo que realmente le permitiría el nivel de sus
ingresos.
En
consecuencia, partimos de esta idea. Al tratarse de un delito de doble acción,
una positiva previa y una negativa posterior, a quien incumba la carga de la
prueba deberá demostrar en el proceso penal ambos extremos de la figura típica.
Interpretado
del modo que lo hacemos, el enriquecimiento para ser castigado por esta
disposición, deberá provenir de un acto que comprometa la administración
pública. Ello por cuanto la ubicación sistemática y la interpretación armónica
con disposiciones que la completan exigen que exista una afectación al bien
jurídico tutelado.
Consecuentemente, todo
enriquecimiento (sea ilícito o infraccional) no debería ser atrapado por esta
figura, quedando la posibilidad de que sea el órgano estatal el encargado de
detectar e investigar la irregular procedencia de ese incremento patrimonial
por las vías procesales pertinentes.-
Ahora
bien, los delitos de corrupción de funcionarios públicos pueden asumir diversas
formas y modalidades, que van desde el cohecho hasta las exacciones ilegales,
pasando por varias actitudes que son reputadas como ilícitas en nuestro
ordenamiento y dan lugar a la creación de tipos penales que las sancionan.
Advertimos que cuando no fuera posible acreditar alguna de esas ilicitudes, el
derecho penal sancionaría todo acto injustificado de incremento patrimonial
desmedido en comparación con el nivel de ingresos de un funcionario público de
la categoría de que se trate.
En
este sentido el delito de enriquecimiento ilícito configuraría una forma
residual y subsidiaria de aquellas otras ilicitudes. Siendo así la penalidad no
guardaría una considerada relación con otras figuras, ya que al momento de ser
requerido al autor le convendría reconocer la culpabilidad y admitir –por
ejemplo- que su fortuna provino de la admisión de una dádiva (art. 259 del
Código Penal) para que la pena se reduzca notablemente.-
En
fin, cualquiera sea la posición que se adopte, y en pos del intento de
preservar la armonía constitucional, creemos que es necesario compatibilizar
-por el momento y mientras siga vigente la norma- las garantías
constitucionales y los principios generales de nuestro ordenamiento jurídico,
con la previsión típica reseñada, exigiendo en todo los casos la carga de la
prueba en cabeza del acusador, tanto del supuesto enriquecimiento como la
ausencia de justificación, y la imposibilidad de establecer presunciones en
contra de quien resulte imputado de este delito.
d). El requerimiento.-
El tipo penal hace referencia en su texto “el que al ser debidamente requerido”. Su significado es que el funcionario o empleado público puede ser
requerido aún después de haber cesado en sus funciones, y que dicho
requerimiento debe ser realizado por la autoridad competente.
El requerimiento debe
ser específico en cuanto a la exigencia de la justificación del incremento
patrimonial; de lo contrario, y a falta de la debida intimación, el funcionario
no está obligado a justificar.-
Tampoco
sobre esto existe consenso unánime. En efecto, se sostiene que el requerimiento
de justificación puede ser efectuado por una autoridad de las llamadas
“judiciales” (jueces o fiscales[50]),
mientras que otros lo limitan exclusivamente a las autoridades
“administrativas”, como podría ser la que ejerza la superintendencia respectiva
con relación al sospechado, las dependencias instituidas reglamentariamente a
tales fines dentro de cada organismo público en particular, o, eventualmente,
la Oficina Anticorrupción[51].-
Nos
inclinamos por esta última hipótesis, pues pensar que puede serlo el titular
del Ministerio Público Fiscal o el mismo Juez al momento de citarlo a prestar
declaración indagatoria, implicaría sumar una nueva eventual violación a
garantías constitucionales[52].
Como bien se ha dicho, si fuese así habría una denuncia y una imputación sin
que ni siquiera el imputado se hubiera negado a exhibir el origen de sus bienes[53].-
Lo
dicho es consecuente con la postura que asumimos al entenderé a esta figura
penal como un delito de acción compleja. En este entendimiento, será imperativo
para el órgano estatal demostrar una fundada sospecha sobre el patrimonio del
funcionario, y tener elementos suficientes documentados de la falta de
justificación oportuna, ya sea por la negativa a dar explicaciones suficientes
en sede administrativa o por no haber cumplido la carga de presentar
declaraciones juradas, o por cualquier otra evidencia que haga presumir que el
sujeto activo no satisfizo –aunque sea en forma parcial- la justificación que
le fuera requerida en sede extra penal.
Por
supuesto que la negativa del funcionario a cumplir con dicha obligación o de no
hacerla de modo satisfactorio, no puede ser interpretada como una presunción de
culpabilidad. Lo que aquí afirmamos es que dicho incumplimiento en aquella
sede, habilitaría la promoción de una pertinente investigación por parte del
órgano estatal correspondiente, al existir indicios de una presunta comisión
delictiva.
e).
Subsidiariedad de la figura.
Hemos dicho que esta figura podría verse
desde dos ángulos diferentes. Uno de ellos consistiría en que se trata de un
delito funcional, es decir, que exige un “abuso de función” para lograr el
enriquecimiento. El segundo, desde una amplia visión de la administración y de
genérico incumplimiento de normas que imponen rectitud y prolijo desempeño de
la misma. En el primer caso el delito de enriquecimiento únicamente podría
provenir de ilícitos previos relacionados con el servicio público (cohecho,
exacciones, etc.), mientras que en el segundo, quedarían comprendidos todos los
incrementos patrimoniales aunque no hayan sido cometidos mediante abuso
funcional (robo, comercio de drogas, etc.), e incluso aquellos casos en los que
el funcionario no haya podido “justificar” su fortuna por cualquier otro motivo
(negativa a declarar por razones de decoro, o cuando la misma proviene de una
infracción administrativa no constitutiva de delito, como podría ser haber
participado en juegos de azar o en actividades lícitas pero no autorizadas[54]).-
La
primera posibilidad exigiría que el autor se haya usado el cargo o empleo
público para la comisión delictiva. Ello nos conduciría a sostener que el
enriquecimiento es producto de un ilícito previo contra la administración
(peculado, soborno, etc.), lo que llevaría a considerar al enriquecimiento
ilícito como una figura subsidiaria, y a estimar que si se comprueba el hecho
generador previo sólo se aplicará aquel delito (por ejemplo cohecho), quedando
desplazado el enriquecimiento subsiguiente.
De no ser así se penaría el hecho
generador (cohecho), más el enriquecimiento ilícito logrado a través de aquel
(enriquecimiento ilícito), más el incumplimiento de los deberes de funcionario
público (art. 249 del Código Penal), y si hubiese sido cometido por un
magistrado en un acto funcional, deberíamos agregarle el prevaricato (art. 269
del Código Penal), y seguramente –en su caso- la falsedad u ocultación de datos
en la respectiva declaración jurada (art. 269(3) del Código Penal), lo que a
todas luces es una inconsecuencia inadmisible.
Desde este punto de vista no cabe duda
que sólo podrá ser aplicable la figura cuando no se haya comprobado una previa
ilicitud de esta naturaleza.-
De acuerdo a la forma en que se
encuentra redactada la norma en nuestro país, el abuso funcional no se exige
como requisito típico. Por tanto, a nuestro juicio, el enriquecimiento
patrimonial que fundamenta la disposición puede provenir tanto de un previo
delito contra la administración pública (v.gr. cohecho), como de un ilícito
“común” (robo, comercio de drogas, etc.), o de una infracción de carácter
administrativo o reglamentaria (no respetar la prohibición del ejercicio de
actividad privada lucrativa), o incluso de cualquier otro hecho no delictivo o
infraccional, o de carácter procesal (vinculado con la moral privada o
estrategia procesal), siempre que el mismo se haya perpetrada durante el
ejercicio de la función y por el plazo legal establecido a modo de elemento
circunstancial de tiempo.
f).
La supuesta inconstitucionalidad de la figura.
Habíamos advertido los
innumerables cuestionamientos desde la perspectiva constitucional que se han
formulado respecto de esta figura, cualquiera sea la naturaleza de la acción
que se le atribuya.
Autores como Marcelo Sancinetti[55],
Julio Chiappini[56], Edgardo Alberto Donna[57],
y Jorge Buompadre[58],
entienden que esta figura es inconstitucional por violentar los principios de
legalidad, inocencia y culpabilidad, como así también la prohibición
constitucional de la “auto incriminación”.-
En tal
sentido se opina que el tipo penal del art. 268 (2) del Código Penal se
encuentra indebidamente estructurado sobre la base de una presunción de
sospecha sobre la honorabilidad de los funcionarios públicos[59].-
Sintéticamente,
se ha dicho que lesiona el principio de legalidad formal por cuanto la norma no
es exhaustiva en cuanto a la definición del accionar que se sanciona, que no se
castiga un hecho concreto sino un estado o situación, y que por no poseer una
descripción exacta de la conducta concreta que se imputa, se viola el principio
de legalidad que consagra el art. 18 de la Constitución Nacional[60].-
El
principio de inocencia se ve restringido pues se presume que el funcionario ha
cometido un ilícito previo, y ante tal sospecha tiene la obligación de
justificar el presunto enriquecimiento patrimonial.
Se trata de una consecuencia procesal de la inversión de la carga probatoria a
la que es sometido el funcionario público[61].
Como corolario de lo anterior, podría verse afectada
también la garantía constitucional de no ser obligado a declarar contra sí
mismo (nemo tenetur), que deriva del art. 18 de la Carta Magna. La llamada
cláusula del silencio no tendría operatividad en estos supuestos, y colocaría
al imputado en situaciones reñidas con los principios generales expuestos
(ejemplo de quien debería reconocer un “amante bondadoso”, o consentir la
comisión de otro delito o una infracción reglamentaria para evitar la sanción
por esta figura).
En la posición opuesta
se enrolan autores como Soler[62],
Núñez[63],
y Javier De Luca–López Casariego[64],
pareciendo ser ésta la postura de la jurisprudencia en Argentina[65],
estimando que el artículo 268(2) del texto punitivo es constitucional y que la
cláusula de la (“no”) justificación es una regla que operaría a favor y no en
contra del imputado, aunque a esto último se lo ha tildado de un “simple
artilugio semántico” para eludir las garantías procesales a través de
definiciones sustantivas[66].-
En cierto modo esta
postura se inclina a aceptar las consideraciones de Roxin en tanto resulta
justo apelar a un sistema de derecho penal caracterizado por su “claridad y
ordenación conceptual, con referencia a la realidad y orientado
teleológicamente a cuestiones de política criminal[67].
Por lo demás, se afirma,
que el funcionario público se encuentra en una especial posición frente al bien
jurídico tutelado, debiendo lealtad y fidelidad a la institución a la cual
pertenece, y como tal tiene la obligación de velar por la pulcritud y
transparencia de sus ingresos y bienes, y que al asumir su función consiente en
el cumplimiento de tales obligaciones que relativizan aquellas garantías por la
posición que ocupa frente al Estado.
Incluso quienes ven a
esta estructura típica como un delito en el que se invierte la carga de la
prueba[68]
reconocen que ello no invalida constitucionalmente la figura, y que no es el
único caso donde el código penal actúa del mismo modo, trayendo a colación la
figura del art. 176 inc. 2 del texto en cuanto sanciona la quiebra dolosa
cometida por “no justificar” la salida o existencia de bienes que debiera tener
el comerciante declarado en quiebra[69].-
Como bien puede
advertirse, existen fundamentos y opiniones jurídicas encontradas, tanto en uno
como en otro sentido a favor o en contra de la posible afectación
constitucional de un tipo penal como el presente.
Hemos
anticipado que ni la Constitución Nacional Argentina en su art. 36, ni la
Convención Interamericana sobre Corrupción de Funcionarios Públicos obligan al
legislador argentino a incluir un tipo penal que afecte garantías constitucionales
o vaya en contra de los principios fundamentales que informan su sistema penal.
Será
hora de pensar en su completa abrogación o en el establecimiento de una
conducta delictiva similar, que sea respetuosa aquellos postulados
constitucionales y que a la vez sancione el enriquecimiento ilícito de los
funcionarios públicos; pero no del modo actual, pues la forma en que se
encuentra redactado nuestro tipo penal,
no contribuye en absoluto a la realización normativa de un estado de
derecho.
De todos
modos, e independientemente de la posición que se adopte al respecto,
momentáneamente deberemos tratar de conciliar los preceptos constitucionales de
modo tal que sean compatibles con la figura penal analizada, y adoptar una
modalidad de actuación procesal que permita asegurar la vigencia de los
mandatos constitucionales en sintonía con el derecho del estado a castigar
aquellas conductas delictivas que sean cometidas por los funcionarios públicos.
Trataremos
de ello seguidamente.
III.- LA CARGA PROBATORIA EN UN PROCESO POR ENRIQUECIMIENTO ILÍCITO.
Aquí
es necesario resaltar que el derecho procesal tiende a consagrar en forma
efectiva el derecho penal o de fondo. Es decir que debe adecuar el camino a
seguir a efectos de comprobar si un hecho puede ser considerado delictivo en
términos de la ley penal, y encaminar su actuación a demostrar la culpabilidad
o la inocencia del imputado.
En
consecuencia será relevante conocer preliminarmente no sólo el hecho a
investigar, sino precisamente cuál es la norma punitiva que se ajusta a ese
cuadro fáctico.
Por
tanto tendrá especial trascendencia saber anticipadamente si el Ministerio
Público Fiscal debe actuar en orden a la acreditación de una omisión (no
justificar), de una acción (enriquecerse) o de un delito complejo (enriquecerse
y no justificar), para demostrar si hubo enriquecimiento ilícito por parte del
funcionario público.
1.- El sujeto comprendido en la
disposición.
En
primer término lo que debe constatarse del hecho denunciado o prevenido es si
el presunto autor se encuentra dentro de la categoría de posibles autores de
esta figura particular.
Si
bien el tipo penal hace referencia a un sujeto activo indiferenciado, pensamos
que únicamente podrá ser autor de
este delito sólo la persona que ejerza
actualmente una función pública o que haya ocupado un cargo en cualquiera de
sus niveles, ya sea municipal, provincial o nacional (artículo 77 del Código
Penal)[70]. Ello
surge de la última parte del articulado en su primer párrafo cuando hace
referencia a la persona que asume un “cargo o empleo público”. Integrada esta
disposición con las Convenciones Internacionales citadas, no existe duda alguna
que alcanza a los funcionarios y empleados públicos.-
El mismo rol –llevado a
la categoría de autor independiente- puede cumplir quien actúa como personero
del agente para disimular su enriquecimiento (persona interpuesta dice el
artículo 268 (2) del Código penal). La persona interpuesta es el testaferro, o
sea aquél de quien el autor del hecho delictivo se vale para tratar de
disimular que los bienes o el patrimonio son de su pertenencia.
La acción, por tanto,
deberá dirigirse contra una de las personas que puedan ser considerados autores
(funcionario o empleado público), y/o contra el testaferro, en cuyo caso será
necesario abordarla en forma conjunta, o separadamente cuando no pueda
iniciarse el proceso contra el autor por cualquier causa impeditiva (por
ejemplo fallecimiento, etc.).-
2). El objeto procesal.
Lo que se debe “probar”
en el proceso penal es la existencia de uno o más hechos con relevancia
jurídica, es decir la conducta activa u omisiva de una persona sospechada de
haber cometido un delito.
Es que en todo caso los
hechos afirmados y controvertidos deben verificarse. Es una regla propia del
principio de la carga de la prueba y un elemento común del sistema procesal[71].
Quien invoca un hecho tiene que probarlo[72].
La teoría de la “carga dinámica de la prueba”, es decir que quien está en mejor
condición de aportarla no es aplicable en derecho penal[73].-
Se trata en ese sentido,
de satisfacer los requisitos que describe un precepto legal determinado con
todos sus contenidos, tanto los objetivos como los subjetivos.
Por lo demás, el
imputado tiene derecho a que se le haga conocer detalladamente el hecho punible
cuya comisión se le atribuye, a fin de que pueda articular la correspondiente
actividad probatoria, ejercitando –en definitiva- su derecho de defensa[74].
La instrucción penal en
cualquiera de sus modalidades (ya sea bajo la forma de investigación penal
preparatoria –Ley provincial-, preliminar –art. 214 CPF- o instrucción –art.
188 y siguientes CPPN) deberá intentar probar el hecho que en el caso tiene una
relevancia jurídica suficiente como para considerar que existe una sospecha
fundada de comisión de un delito (tipo penal) perpetrado por uno o más sujetos.
En este orden de ideas
cobra especial relevancia la interpretación de ese tipo penal, pues hacia la
conjunción de todos sus elementos deberá estar orientada la instrucción fiscal
o judicial según el caso. Es que a fin de no desvirtuar la presunción de
inocencia que alcanza a todo imputado, se deberá desplegar la actividad de
prueba de cargo válida “sobre todos los elementos del delito, tanto de un hecho
penalmente típico como de la participación de su autor, con la concurrencia de
los elementos subjetivos de la norma penal respectiva[75].-
De igual modo,
tratándose de funcionarios públicos incluidos en la ley 25.188 con obligación
de presentar jurada, es lógico que la investigación se dirija también a
dilucidar una posible infracción a las normas penales que se vinculan con la
ocultación o falsedad de datos incorporados a la respectiva declaración jurada,
y eventualmente, a otras inconsistencias documentales que pudieran haber
servido de plataforma documental para perpetrar la maniobra de ocultación o
falsedad.-
Si entendemos al delito
como el hecho de “no justificar”, la instrucción deberá estar encaminada a
acreditar la omisión, con lo que deberá tener elementos suficientes como para
afirmar que “prima facie” no se ha justificado un apreciable enriquecimiento
por parte del supuesto autor, pudiendo aquí recurrir a aquella interpretación
que afirma que esa injustificación estaría dada por la comparación entre
estados patrimoniales diferentes sin una plausible justificación inicial
(conclusión de la que no participamos y hemos criticado “supra”). Sin perjuicio
de ello es de hacer notar que además, el tipo penal exige que el funcionario haya
sido debidamente requerido. Por tanto, el requerimiento debe haber sido ya
efectuado para poder continuar con la instrucción del proceso penal respectivo,
o en su caso, será deber de la Fiscalía remitirlo a la autoridad de aplicación
y contralor correspondiente para su cumplimiento.
En esa dirección
coincidimos con De Luca cuando afirma que frente a una denuncia de esta
naturaleza el Ministerio Fiscal puede iniciar esa investigación preliminar para
determinar si existe un grado de sospecha, y habilitar el procedimiento de
intimación de justificación de la procedencia de los bienes. Recién a partir de
ese momento estarían dadas las condiciones para la instrucción de una actuación
penal, dado que se estaría ante una sospecha seria y fundada de la comisión de
ese delito. La posibilidad en sede judicial de justificar y aportar elementos
probatorios es inherente a su derecho constitucional de defensa (art. 18 CN) y
a cualquier sospecha de comisión delictiva, y por ende aplicable a todo tipo de
procesos y delitos, como facultad de cualquier imputado.
Si por el contrario se
entiende a esta figura como un delito de acción (enriquecerse), la instrucción
podrá tener curso con el solo anoticiamiento de la existencia en poder del
sospechoso de una serie de bienes que “prima facie” resultan incompatibles con
sus ingresos como funcionario o empleado público. Con ello sería suficiente,
bastando apreciar que no pudiese ser aclarado en un primer análisis. Así las
cosas, el delito se integraría recién con la ausencia de justificación pero
esta vez en sede judicial, ya que según esta posición ello jugaría como una
regla a su favor, pudiendo demostrar el origen lícito de sus bienes.
Finalmente, para quienes
vemos un delito de doble acción (enriquecerse y no justificar), la solución
sería similar a la prevista para el primer supuesto. Es decir, primero evaluar
prima facie la verosimilitud y presunta existencia de un enriquecimiento
patrimonial de un servidor público, pero también acreditar al menos
preventivamente, que habiendo sido intimado por la autoridad administrativa
pertinente no se ha podido justificar -de momento- el incremento patrimonial
que se advierte inicialmente.
En síntesis, en todos
los supuestos y cualquiera fuese la posición que se adopte, la presunción de
inocencia debe garantizarse en todo momento del proceso, lo que implica la exigencia
de la carga probatoria recae en la parte acusadora, quien deberá probar en el
juicio los elementos constitutivos de la pretensión penal. A la acusación
corresponde, pues, y no a la defensa (la que se vería sometida a una “probatio
diabólica” de los hechos negativos) la realización de esa “actividad probatoria
de cargo” para desvirtuar aquella presunción de inocencia[76].-
En efecto, resulta un
principio básico y elemental de derecho general el que “sitúa la carga de la
prueba en el demandante o acusador”, lo que implica que ni la autoridad pública
que acusa ni el inspector (autoridad administrativa) pueden obligar al acusado
o inculpado a aportar pruebas en su contra”[77].-
Paralelamente, será el
Ministerio Público Fiscal quien deberá tener a su cargo también, la necesidad
de probar lo “apreciable” o “significativo” del enriquecimiento del funcionario público. Ello
es algo que necesariamente debe acreditar, aunque se trate finalmente de un
juicio valorativo que será apreciado por el Juzgador al momento de tener que
hacer la evaluación judicial que corresponda. Y otra de las dificultades que
pueden surgir aquí se darán cuando se haya comprobado un aumento patrimonial
que no se corresponde con los ingresos del servidor público, más el mismo no
pueda ser considerado como “significativo”, o “desproporcionado”. Quedará la
posibilidad de desestimar la investigación por ausencia de uno de los
requisitos del tipo, pero también seguirá rondando la sospecha sobre las
inconsistencias patrimoniales detectadas, que aunque no delictivas por lo
expuesto, en todo caso podrán ser objeto de investigación como posibles
infracciones administrativas.-
Igualmente, con el
entendimiento que hemos dado a este delito con relación al bien jurídico
tutelado, deberá existir en la investigación respectiva la sospecha seria de
comisión de un delito que responda a un “abuso funcional”, es decir, que el
hecho sea producto de una actividad del agente que comprometa el interés
tutelado por el bien protegido por el derecho penal. Pese a que el tipo penal
no lo requiera por sí mismo, esto es relevante desde dos aspectos: el primero,
porque quedarían fuera de la figura los hechos que si bien relacionados con el
bien jurídico en su amplia concepción, no constituyen delitos previos sino mera
infracciones administrativas (juegos de azar u otras prohibiciones o
restricciones), y el segundo porque los incrementos patrimoniales que no
respondan a esta vinculación con el bien jurídico (delito común) deberán ser
investigados en forma independiente por el órgano fiscal respectivo.
Es cierto que todo esto
genera problemas. En síntesis, no constatado una previa maniobra que pueda dar
lugar a una ilicitud funcional ello provocará que el juicio por enriquecimiento
ilícito deba archivarse y dar inicio a la formación de actuaciones
administrativas (falta reglamentaria) o judiciales (delito común) según el
caso. Por el contario, si se sospecha fundadamente que el enriquecimiento
proviene de una actividad ilícita anterior que da lugar a un delito determinado
(cohecho, concusión, etc.), también debería paralizarse o suspenderse la
investigación hasta que se descarte o compruebe la ilicitud previa, en cuyo
caso este último proceso deberá correr igual suerte que el caso anterior, pues
si el funcionario se enriqueció por cohecho (p. ej.) no se lo podría juzgar y
condenar por haber sido sobornado y enriquecido ilícitamente con ello al mismo
tiempo.-
Con estas premisas se
garantizaría -en parte- el legítimo ejercicio de la defensa en juicio,
exigiendo en todos los casos que sea la parte acusadora quien tenga la
obligación de acreditar todos y cada uno de los elementos jurídicos que
integran el tipo penal[78],
es decir tanto el hecho de enriquecerse como el de no justificar ese
enriquecimiento una vez que haya sido intimado formalmente a ello, con todas
sus particularidades y con la consecuente afectación del bien jurídico que el
ilícito pretende garantizar.-
3). La procedibilidad judicial de la acción.-
Por lo que sostuvimos
anteriormente, pensamos que no existirán las condiciones de procedibilidad de
cualquier investigación preliminar o instrucción fiscal preparatoria si es que
no va acompañada de la ausencia de justificación (o negativa a brindarla) luego
de haber sido requerido por la autoridad administrativa competente para ello.
Como hemos visto más
arriba, la modalidad central del proceso penal “está constituida por la
necesaria determinación de los hechos ocurridos y el intento de subsumirlos en
las normas generales, a efectos de procurar que las consecuencia contenidas en
ellas sean aplicadas a los destinatarios pasivos de tales pautas generales”; es
decir que los hechos que se invocan o describen “han tenido lugar, con la
explicitación de sus modalidades”[79].-
Es que una investigación
judicial solo puede pensarse a partir de la presunta comisión de un hecho
delictivo, en el que exista previamente la sospecha seria y fundada de haberse
adecuado a todos los elementos que componen un tipo penal, tanto objetivos como
subjetivos, pero principalmente de haberse realizado la “conducta típica” que constituye
el núcleo delictivo. Es así que según la posición doctrinaria que se adopte, la
investigación criminal en el enriquecimiento ilícito estará orientada a
demostrar una omisión, una acción o, en definitiva las dos acciones
(enriquecerse y no justificar), las que más allá que sean vistas como requisito
de procedibilidad, presupuesto delictivo, acción típica o condición objetiva de
punibilidad, deberán inexorablemente ser acreditadas mínimamente para seguir
con el curso de una investigación de tal índole.
Vale decir que al final
del camino las diferentes posturas conllevan de todos modos, la misma
consecuencia. Se unen en el aspecto relativo al proceso penal, incluso cuando
se considere la existencia de una cuestionada “condición objetiva de punibilidad”
fuera del tipo.
La única diferencia
sustancial podría estar dada por la autoridad que debe formular el
requerimiento válido para que el imputado pueda justificar el apreciable
incremento patrimonial. Si pensamos que es la autoridad judicial haremos caer
uno de los elementos integradores del tipo en la actividad jurisdiccional, lo
que rechazamos en absoluto. El requerimiento para justificar la procedencia del
enriquecimiento no puede ser suplido por el acto de la indagatoria judicial,
por cuanto al ser una exigencia del tipo, su ausencia en forma impide la
justificación, y en consecuencia, la tipificación de la conducta punible[80].
Ello sin perjuicio, como
hemos dicho, de la posibilidad que tiene cualquier imputado por cualquier
delito al momento de formular su descargo en sede judicial, de aportar
elementos de prueba a su favor y contrarrestar los que hubiere aportado el
denunciante, querellante particular o el Ministerio Fiscal según el caso. De
ahí a concluir que el tipo penal se cierra o perfecciona con la declaración
indagatoria o similar –según los sistemas procesales- no nos parece correcto.-
De todos modos, todo lo
que hemos dicho anteriormente, demuestra la inutilidad de mantener una figura
delictiva como la analizada. Ya sea por las objeciones constitucionales, o
porque la naturaleza delictiva nos lleve a verlo como un desvío de la función
caracterizado por la existencia de un delito funcional previo (por el que se lo
debería juzgar al funcionario y no por éste), o porque la ilicitud previa está
desconectada completamente de la función (delitos comunes), o porque,
finalmente, el control sobre las declaraciones juradas (omisión, ocultación o
falsedad de datos) efectuada por los organismos administrativos pertinentes
constituyen una barrera protectora de aquella inquietud popular movilizadora
del derecho penal para sancionar cualquier irregularidad que provenga de la
función pública.-
1). La figura diseñada por el código argentino
responde evidentemente a fundamento político criminales. El delito se ha
estructurado en nuestro sistema como una forma de sancionar conductas ilícitas
previas que no se han podido comprobar legalmente, y que –quizás- de cuya
existencia no se tenía siquiera conocimiento alguno. Se advierte que ante la
imposibilidad de acreditar un anterior cohecho, un tráfico de influencias,
peculado o exacción ilegal, el legislador ha optado por sancionar al
funcionario público que vio incrementado su patrimonio durante el ejercicio de
la función pública. Esta dificultad de acreditar la existencia de una previa
ilicitud es la que a nuestro juicio funda la justificación de una figura como
la presente. Es el reconocimiento del fracaso del Estado en la investigación y
comprobación de actividades delictivas.
2). Se ha desentendido también, por lo anterior, de
que ese incremento patrimonial proviniera o no del ejercicio de la función, es
decir, que estuviera vinculado con la comisión de otro hecho delictivo contra
la Administración Pública o conectado con el abuso funcional. En efecto, tal la
redacción de nuestra tipología, el delito se cometerá aun cuando el
enriquecimiento haya sido producto del ejercicio de un actividad delictiva
ajena a la función (comercio de drogas) o cuando oculte un motivo de índole ético
o moral (donación del amante), o provenga de una actividad infraccional o
reglamentaria (concurrencia a juegos de azar).-
3). No puede afirmarse que el ingreso a la función
pública coloca al agente en una posición que permita flexibilizar las garantías
constitucionales que corresponden a cualquier persona, y que tenga el deber de
soportar la carga de la prueba toda vez que sea acusado de un delito de
enriquecimiento ilícito. No implica tampoco una renuncia a tales garantías ya
que no se admite un abandono anticipado de la protección constitucional, no
reconocido por la Corte Suprema.
4). Si se quiere mantener el tipo penal en aras a un
supuesto acatamiento de los tratados internacionales que regulan la materia,
proponemos de “lege ferenda” restructurar la figura suprimiendo la expresión
“no justificare” la procedencia del enriquecimiento patrimonial, creando
expresamente una figura activa consistente en el “significativo enriquecimiento
ilícito” del funcionario o empleado público. La calificación de “ilícito”, como
elemento normativo del tipo, permitiría además de señalar la antijuridicidad
del hecho, que el mismo ha tenido un origen espurio y por tanto no justificado
legalmente por el autor. No obstante, si se tratase de un enriquecimiento
“ilícito” ello significaría que ha existido un delito previo o ilicitud
anterior, por lo que lo que debería investigarse y sancionarse sería el delito
anterior, con lo cual seguiríamos criminalizando la “consecuencia” o el
“provecho” delictivo y no su causa.
5). Sería prudente y ajustado a los principios
constitucionales del Estado Argentino y a los postulados fundamentales de su
ordenamiento jurídico, considerarse cumplida la obligación internacional con
las previsiones típicas que actualmente existen en nuestro ordenamiento
punitivo. Más allá de otras figuras que protegen el adecuado y correcto
desenvolvimiento de la función pública (arts. 258 y siguientes del Código
Penal) y no solo en el orden punitivo (ley de ética pública, régimen de la
función pública y normativa específica de la administración en sus distintas
ramas), las figuras de “omisión maliciosa” y de ocultamiento de datos y
falsedad en los datos de las declaraciones juradas que los funcionarios y
empleados de la administración pública están obligados a presentar, cumplen
acabadamente con el temor de enriquecimiento ilícito que las normas
internacionales compelen a adoptar, respetándose de tal modo las garantías
constitucionales y los principios fundamentales del ordenamiento jurídico
argentino en su totalidad, que funcionan como “salvedad” o excepción a la
creación de un tipo penal que pudiera llegar a conculcarlas.-
Dr. Alejandro Tazza
Facultad de Derecho – Universidad Nacional de Mar del
Plata.-
[1] Ver Jhoel Julca Vásquez,
“Subsidiariedad o autonomía?. A propósito del delito de enriquecimiento
ilícito”. Consultar
en dirección electrónica de academia.edu.ar/38432610
[2] Cfr. Donna, Edgardo A.
”Delitos contra la Administración Pública” 2da Ed. Actualizada, Rubinzal –
Culzoni, Sta. Fe, Argentina, 2008, pag. 432, con cita de Humberto Vidal y José
Severo Caballero en nota 105.-
[3] Ver Hernández Basualto,
Héctor, “El delito de enriquecimiento ilícito de funcionarios en el derecho
penal chileno”, Revista de Derecho (Valparaíso), vol. 2 num. XXVII, 2006,
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso pag. 183-222. USSB 0716-1883.-
[4] Sancinetti, Marcelo, “El
delito de enriquecimiento ilícito de funcionarios públicos –art. 268 (2) del
CP. Un tipo penal violatorio del estado de derecho”, Ed. Ad-Hoc, Bs. As.,
Argentina, 1994, cit. por Iviglia, Leandro – Soncini, Sebastián,
“Constitucionalidad del art. 268 (2) C.P”, (Tesis) Universidad Nacional de La
Pampa, Biblioteca Unlpam.edu.ar pag. 45/46.-
[5] Cfr. Hernández Basualto,
Héctor, ob. cit., pag. 217.-
[6] Cfr. Creus, Carlos
“Derecho Penal – Parte Especial”, T° II, Ed. Astrea, 1983, pag. 243
[7] Ver Caballero, José
Severo, “El enriquecimiento ilícito de los funcionarios y empleados públicos
(después de la reforma constitucional de 1994), LL 1997-A-793.-
[8] Ver De Luca, Javier –
López Casariego, Julio, “Enriquecimiento ilícito y Constitución Nacional”, La
Ley, Suplemento de Derecho Penal, Mayo 2004, pag. 11 y sgtes. Afirman
que en realidad
este tipo penal al sancionar el incumplimiento del deber de justificar los
incrementos de fortuna protege el interés social en que la situación
patrimonial de las personas que desempeñan o desempeñaron la función pública
sea pulcra, clara y transparente.-
[9] Cfr. Hernández Basualto,
Hernán, “El delito de enriquecimiento ilícito de funcionarios en el derecho
penal chileno”, Revista de Derecho (Valparaíso), vol. 2 num. XXVII, 2006, Pontificia
Universidad Católica de Valparaíso pag. 209. USSB 0716-1883.-
[10] Cfr. Donna, Edgardo,
“Derecho Penal – Parte Especial”, T° III, Ed. Rubinzal – Culzoni, Sta. Fe,
2012, pag. 440.-
[11] Cfr. Armando Rafael
Aquino Britos, “La traición a la patria y la corrupción. Una novel garantía
constitucional y la necesidad de su sistematización”
[12] Gómez Martín, Víctor,
“Delitos de posición y delitos con elementos de autoría meramente
tipificadores”, en Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología nro.
14-01 (2012), p. 23, citado por Pinedo Sandoval, en obra citada, nota nro. 13
[13] Ver Rojas Vargas, Fidel,
“Delitos contra la Administración Pública”, Cuarta Edición, Grijley, pag. 863,
cit. en Trabajo de investigación, Profesor Raúl Pariona Arana, “El delito de
Enriquecimiento ilícito”, Universidad de San Martín de Porres, Doctorado en
Derecho, 2010, Zurita, Fátima. disponible en dirección electrónica de
academia.edu/36819008.-
[14] Ferrajoli, Luigi,
“Derecho y Razón. Teoría del garantismo penal”, Ed. Trotta, Madrid, 2009, pag.
471, cit. por Marnich, Gabriel, ob. citada anteriormente.-
[15] Ver Silva Sánchez, Jesús
María, “Aproximación al Derecho Penal contemporáneo” (2da. edición), BdeF,
Buenos Aires, 2012, p. 426, cit. por Falcone, Roberto (h), “Algo más sobre el
consentimiento y la trata de personas en el derecho penal argentino”, Rev.
Asociación Derecho Penal, nro. 363, nota 24.-
[16] En oportunidad de
ratificar la Convención, el Gobierno de Canadá manifestó que tipificar el
delito en los términos del art. IX de dicho instrumento “obraría en contra de
la presunción de inocencia garantizada por la Constitución de Canadá”, y por lo
tanto no estaría dispuesto a hacerlo en tal sentido. Ver Arrieta Caro, José,
“El enriquecimiento ilícito desde la otra orilla”, Pontificia Universidad
Católica del Perú – Escuela de Posgrado, publicado electrónicamente en Academia.
edu., pag. 3
[17] Al momento de ratificar
la Convención el Gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica señaló que “el
dleito de enriquecimiento ilícito, tal y como establece el artículo IX de la
Convención, impone la carga de la prueba sobre el demandado, lo cual es
incompatible con la Constitución de los Estados Unidos” y sus principios
fundamentales del sistema jurídico de este país. Cfr. Arrieta Caro, José, “El
enriquecimiento ilícito desde la otra orilla”, Pontificia Universidad Católica
del Perú – Escuela de Posgrado, publicado en la dirección electrónica:
acaemia.edu, pag. 3.-
[18] Ambos países ratificaron
la Convención con declaraciones expresas en el sentido de que no incorporarán a
su ordenamiento interno un delito que conculca la presunción de inocencia. Ver
Hernández Basualto, Hernán, ob. cit., pag. 197, con cita de Manfroni, Carlos,
“La Convención Interamericana contra la corrupción. Anotada y Comentada”, 2da.
edición, Abeledo – Perrot, Buenos Aires, 2001, pag. 144 y ss., y Alvarez,
Alejandro, “Justicia penal y espacio regional”, Ed. Ad-Hoc, Bunos Aires, 2004,
pag. 55 y ss.-
[19] Cfr. Hernández Basualto, Hernán, ob. cit., pag. 197. Es destacado
también por Marnich, Gabriel,
“Análisis constitucional del artículo 268 (2) del Código Penal a la luz del
caso ‘Alzogaray’”, en Estudios sobre Jurisprudencia – 2018, Referencia Jurídica
e Investigación – Secretaría General de Capacitación y Jurisprudencia.-
[20] Cfr. Blanco Cordero,
Isidoro, “El delito de enriquecimiento ilícito desde la perspectiva europea.
Sobre su inconstitucional declarada por el Tribunal Constitucional Portugués”,
en Revista electrónica de la AIDP, 2013-A02.1., cit. por Arrieta Caro, José, en
ob. cit., pag. 15, nota 42.-
[21] Es de hacer notar que
Canadá y Estados Unidos, junto a Uruguay son los países menos corruptos de
América según la medición que se efectúa a través del Índice de Percepción de
Corrupción de Transparencia Internacional. Lo señala expresamente Hernández
Basualto en su obra citada, página 218, nota 111, circunstancia que se mantiene
hasta el último informe del año 2019 (Canadá en el puesto 12, Uruguay en el
puesto 21, y USA en el puesto 24 sobre un total de 180 países, mientras que
Argentina se ubica en el puesto 69 sobre ese total, y por debajo de muchos
países africanos como Senegal, Namibia, Ruanda y Botsuana entre otros).-
[22] La consecuencia de su
omisión o falsedad es castigada con pena privativa de la libertad no mayor a 5
años según el U.S. Code Título 18 – Capítulo 47, 1001, Declaraciones en
general. Ver. Arrieta Cano, ob. cit., pag. 7.-
[23] Ver el interesante
trabajo de José Arrieta Cano, ob. cit., pag. 4 y ss.-
[24] Según el art. 20 de la
misma Convención es una sugerencia que como “posibilidad” se otorga a los
Estados. Cfr. Arrieta Cano, ob. cit., pag. 14.-
[25] Cfr. Hernández Basualto,
Hernán, ob. cit., pag. 189, haciendo referencia también al rechazo absoluto por
parte del grupo de expertos que requeridos por el Parlamento Europeo, que
desaconsejan la figura frente a la inversión de la carga de la prueba en
materia penal (nota 13).-
[26] No haremos aquí
referencia al art. 268 (1) del Código Penal por considerar que se trata de un
supuesto de abuso de información que representa una clase de delito con estructura
diferente y no es complementario sino autónomo de las restantes ilicitudes
contenidas en este Capítulo 9 bis del Título XI del Código.-
[27] Cfr. Tazza, Alejandro O.
– Comparato, Fernando, “El delito de omisión maliciosa de presentación de
declaración jurada”, La Ley 2005-D,1072.-
[28] Ver fallo Cam. Fed. Mar
del Plata, “M”, T° 28, F° 124, cit. por Tazza – Comparato, ob. cit,.nota 18.-
[29] Ver en tal sentido la ley
de ética pública y demás normativa que lo exige.-
[30] Cfr. Donna, Edgardo A.,
“Derecho Penal- Parte Especial”,T° III, Ed. Rubinzal – Culzoni, Sta. Fe, 2013,
pag. 409.-
[31] De “exageración
republicana” del legislador la tilda Creus. Ver autor citado en “Delitos contra
la Administración Pública”, Ed. Astrea, 1981, pag. 418.-
[32] Tazza, Alejandro – Comparato, Fernando, ob. cit.-
[33] Caballero,
José Severo, obra citada, pag. 795, De Luca, Javier y López Casariego, ob.
cit., pag. 117 y sgtes. También Núñez y Soler, conforme ya hemos indicado
anteriormente.
[34] Cfr. Creus, Carlos,
“Derecho Penal – Parte Especial”, T° II, Ed. Astrea, 1983, pag. 350
[35] Ver De Luca – López
Casariego, ob. cit., 249 y sgtes.-
[36] Soler, Sebastián,
“Derecho Penal Argentino”, T° V, Ed. Tea, 1978, pag. 205 y 206.-
[37] Apoyándose en el
funcionalismo sistémico de Jacobs, es la posición que representa Carlos Pinedo
Sandoval, en “El enriquecimiento ilícito como delito especial de infracción de
deber y el problema de la impunidad del extraneus: a propósito de la Casación
nro. 782/2015, en Gaceta Penal y Procesal Penal ISSN 2075-6305, octubre 2016, nro.
88, pag. 22 y siguientes.-
[38] El autor se basa en el
art. 401 del Código Penal de Perú.-
[39] Hassemer, W., “Puede
haber delitos que no afecten a un bien jurídico penal?”,p. 80-100, en W.
Wohlers, “La teoría de los bienes jurídicos. Fundamento de legitimación del
Derecho Penal o juego de abalorios dogmático?, Ed. Marcial Pons, España, cit.
por Jhoel Julca Vásquez, en “Subsidiariedad o autonomía? A propósito de
enriquecimiento ilícito”. Consultar en dirección electrónica de
academia.edu.ar/38432610.-
[40] No se trataría en esos casos de un “desvío” de poder o de la función,
sino del incumplimiento de obligaciones básicas que surgen del Régimen de la
función pública, de la Ley de Ética Pública o de otras normas contenidas en
tratados internacionales.-
[41] Boles, Jeffrey R.
“Criminalizing the problem of unexplained wealth; illicit enrichment offenses
and human rights viiolations”, en New York University Jorunal of Legislation
and Public Policy, Vol. 17, nro. 4, pa. 214, citado por José Arrieta Cano, en
obra citada, pag. 4, nota 8.-
[42] Cfr. Terragni, Marco
Antonio, “Delitos propios de los funcionarios públicos”, Ed. Jurídicas Cuyo,
Mendoza, 2005, pag. 322 y siguientes. En igual sentido Fontán Balestra, Carlos
– Ledesma, Guillermo, “Tratado de Derecho Penal – Parte Especial”, T° IV, Ed.
La Ley, Argentina, 2013, pag. 345 y 346.-
[43] Quiere
decirse con ello que si alguien ha incrementado su patrimonio por una actividad
descontextualizada de la función pública (como podría ser por un hecho
delictivo ajeno a la misma, o por una donación no posible éticamente de ser
declarada) no cometería este delito por no haberse prevalido del cargo para
enriquecerse.
[44] Ver Fontán
Balestra, Carlos, Tratado de Derecho penal, T. VII, pag. 366, Buenos Aires
1993, edit. Abeledo- Perrot.
[45] Ver Dictamen del Procurador General de
[46] Magariños, Mario. “El
delito de enriquecimiento ilícito: la posibilidad de una interpretación
orientada desde principios constitucionales”, revista de Derecho Penal y
Procesal Penal, Lexis-Nexis, diciembre 2004, pag. 716 y siguientes.-
[47] Ver Sancinetti, Marcelo,
“El delito de enriquecimiento ilícito de funcionario público. Art. 268 2,
Código Penal”, Ed. Ad. Hoc, Buenos Aires, 2004, pag. 27.-
[48] Para mejor ilustración
ver Villada, Jorge Luis, “Delitos contra la administración pública”, Ed.
Advocatus, Córdoba, 2005, pag. 45 y siguientes.-
[49] Por ello
no podemos suscribir la tesis que considera que existe un quebrantamiento del
deber de fidelidad del funcionario público. Y si bien este último es anoticiado
de los especiales deberes que le esperan al asumir su función, la única
consecuencia que ello debería conllevar tendría que ser de índole
administrativa y no en el marco del proceso punitivo. Quien no justifica un
incremento patrimonial excesivo con relación a sus ingresos podrá ser a todo
evento requerido a su justificación en el ámbito administrativo, y para el
supuesto de no lograrlo ello debería ser motivo de exoneración pero nunca
motivo de un hecho delictivo a no ser que la conducta sea configurativa de una
acción típica previamente establecida como tal (por ejemplo, cohecho,
concusión, etc.).
[50] Solamente por parte de
[51] Ver Outeda, Martín, “El requerimiento de justificación en el delito de
enriquecimiento ilícito. La autoridad competente y su momento de realización”,
en Supl.
[52] En efecto,
no toda denuncia a un funcionario público debe ser inmediatamente remitida a
las autoridades judiciales. Previo a ello deberá evaluarse si la misma tiene
algún soporte o fundamento como para poder continuar con su tramitación. Si el
requerimiento al que se refiere el texto legal fuera el que debe practicar la
autoridad judicial, no resultaría lógico suponer que anteriormente se ha
valorado como incremento patrimonial injustificado como para considerarlo un
verdadero enriquecimiento. Pensamos que el requerimiento debe ser previo al
inicio de las acciones penales, y por lo tanto, en sede de
[53] Sancinetti, Marcelo, ob.
cit., pag. 49 con cita del diputado Gómez Machado en el debate parlamentario.-
[54] Podría pensarse en la
persona del funcionario judicial que participa de las actividades de un estudio
jurídico, estando ello particularmente prohibido por las reglamentaciones de la
materia en los términos del DL 1285/58).-
[55] Sancinetti, Marcelo, “El delito de enriquecimiento ilícito de funcionarios público- Art.
268,
[56] Chiappini, Julio, “El delito de no justificación de enriquecimiento- artículo 268(2) del
Código penal” -en
[57] Donna, Edgardo, “Derecho Penal – Parte Especial”. T. III, pag.428 y siguientes, Santa
Fé 2012, edit. Rubinzal- Culzoni.-
[58] Buompadre, Jorge, “Delitos contra la Administración Pública”, Ed.
Mave, Argentina, 2001, pag. 349.-
[59] La
redacción típica no respeta la certeza y precisión con que deben contar los
tipos penales en un estado democrático de derecho. La lucha contra la corrupción
del funcionario o servidor público no debe poner en juego las garantías
constitucionales de un país, sino que, por el contrario el esfuerzo estatal
debe pasar por otro lado: capacitar a los funcionarios encargados de la
prevención, detección y represión de estos delitos y disponer de controles
administrativos lo suficientemente eficaces como para evitar la realización de
hechos de corrupción.
[60] De la Fuente, Javier
Esteban, “El delito de enriquecimiento ilícito. La discusión sobre su
constitucionalidad”, en revista de Derecho Penal 2004-1, Delitos contra la
Administración Pública, Ed. Rubinzal – Culzoni, Sta. Fe, 2004, cit. por Conti,
Néstor, en obra citada, quien acertadamente agrega la infracción a los arts. 9
de la CADH y 9no del PDCyP., pag. 67-69.-
[61] Cfr. Chiappini, Julio,
“El delito de no justificación de enriquecimiento”, en La Ley 1986-C-853, cit.
por Conti, Néstor, ob. cit., pag. 70
[62] Ver Sebastián Soler, Tratado, T° V,
cit., pag. 205.-
[63] Ver cita nro. 80 del
trabajo de Conti-Saumell, mencionando allí los antecedentes de los debates
parlamentarios.
[64] Ver De Luca, Javier
Augusto y López Casariego, Julio E., “Enriquecimiento Patrimonial de
funcionarios, su no justificación y problemas constitucionales”, en Rev. Der.
Penal, “Delitos contra
[65] Ver Cam. Fed. Crim. y Correc., Sala II, “Coletti”, del 4-5-2004, REv.
LL del 1-12-2004, con cita de “Guglielminetti”, “Angeloz”, y “Yedro”, de
[66] Ver Hernández Basualto,
Hernán, ob. cit., pag. 207.-
[67] Roxin, Claus, “Política
Criminal y Sistema del Derecho Penal”, Buenos Aires, 2002, p. 57.-
[68] Ver Fontán Balestra –
Ledesma, Guillermo, ob. cit., pag. 343.
[69] Más allá de las
discusiones al respecto que excederían lo pretendido en este trabajo, debemos decir
que asiste razón aquí a Soler cuando dice que en este caso no se trata de una
presunción o ficción de “fraude”, sino que debe ello entenderse como un modo de
“ocultación” del activo. Se trata de un medio que hace creer que determinada
cosa no existe o que no existe en el patrimonio del deudor, integrándose con el
resto de la figura cuando agrega a continuación de la falta de justificación de
la existencia de esos bienes, a la sustracción u ocultación de una cosa que
correspondiese a la masa (art. 176 inc. 2° del Código Penal). Ver Soler,
Sebastián, “Derecho Penal Argentino”, T° IV, Ed. Tea, Argentina, 1978, pag. 430
y 431.-
[70] Ver artículos 4, 5, 6 y
concordantes de la Ley de Ética Pública 25.188.-
[71] Ver Gozaíni, Osvaldo
Alfredo, “Desigualdades en la carga de la prueba”, en Revista de Derecho
Procesal Penal, La Prueba en el Proceso Penal – I, Ed. Rubinzal – Culzoni, Sta.
Fe, 2009, pag. 41.
[72] Ello sin perjuicio de que
la defensa tiene el mismo derecho de contradicción, tanto para demostrar los
hechos en que sostiene su inocencia como para contradecir la prueba de cargo
que se hubiere presentado. Ver Gozaíni, Osvaldo, ob. cit., pag. 58
[73] Ver el profundo análisis
de la cuestión en “La inversión de la carga de la prueba. A propósito del
delito de enriquecimiento ilícito de funcionario público y la aplicación de la
teoría de las cargas dinámicas de la prueba”, por Alberto Sandhagen.-
[74] Cfr. Sendra, Vicente
Gimeno, “Los derechos fundamentales procesales: a un proceso con todas las
garantías y a la presunción de inocencia”, en Revista de Derecho Procesal
Penal, “La investigación penal preparatoria – II, Ed. Rubinzal – Culzoni, Sta
Fe, Argentina, 2012, pag.48-49
[75] Ver Sendra, Vicente, ob.
cit., pag. 62
[76] Cfr. Sendra, Vicente, ob.
cit., pag. 64, quien agrega que de ahí que sería inconstitucional la
promulgación y aplicación de “presunciones jurídicas” en este sentido.-
[77] Mora Mora, Luis Paulino,
“El derecho de no autoincriminación y los procedimientos administrativos de
investigación regulados en la Ley contra el Enriquecimiento Ilícito”, en
Revista de Derecho Procesal Penal, La Investigación Penal Preparatoria – I, Ed.
Rubinzal – Culzoni, Sta. Fe, Argentina, 2011, pag. 58-59. En igual sentido
sobre la presunción de inocencia “extendida a toda calificación de conductas
punibles (delitos, faltas, contravenciones, indisciplinas, etc.) de cuyo
resultado pudiera surgir una sanción” ver Gozaíni, Osvaldo, ob. cit., pag. 59.-
[78] Ello sin perjuicio de que
normalmente se considera que el legítimo derecho de defensa en juicio se encuentra
satisfecho con la facultad que tiene el imputado de controlar y valorar la
prueba de cargo, y la facultad de probar los hechos que se invocan para excluir
o atenuar la reacción penal, pero siempre solicitando su producción al fiscal o
al Juez. Más no son pocas las voces que se alzan reclamando una mayor y
autónoma participación de la defensa en la producción de contraprueba durante
la investigación, como por ejemplo Ferrajoli, quien considera que la defensa
debe estar dotada de la misma dignidad y tener los mismos poderes de
investigación que el Ministerio Público. Ver Larocca, Patricia Ana, “La
actividad probatoria de la defensa durante la investigación preparatoria y su
legajo de investigación”, en Revista de Derecho Procesal Penal, La Investigación
Penal Preparatoria – I, Ed. Rubinzal – Culzoni, Sta. Fe, 2011, pag. 497 y
siguientes, especialmente páginas 510 y 511 y notas nro. 12 y 13.-
[79] Cfr. Kaminker, Mario E.,
“Reflexiones sobre la prueba en los procesos penales y civiles”, en Revista de
Derecho Procesal Penal. La Prueba en el Proceso Penal, Ed. Rubinzal – Culzoni,
Sta. Fe, Argentina, 2009, pag. 142 y 145.-
[80] Cam. 7ma Crim. de
Córdoba, “Angeloz, Carlos y otros”, LL D-1994-94, cit. por Donna, Edgardo,
“Delitos contra la Administración Pública”, Segunda Edición Actualizada, Ed.
Rubinzal – Culzoni, Sta. Fe, 2008, pag. 447.-
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