Título: Intimidación pública:
fake news en época de pandemia (COVID-19) Autor: Bianchi, Luciano Publicado en:
Sup. Penal 2020 (junio), 13 Cita Online: AR/DOC/1580/2020
Sumario: I. Introducción.— II. El
delito de intimidación pública: generalidades.— III. A modo de epílogo.
I. Introducción A comienzos del año 2020, el
planeta se ha visto consternado por una realidad innegable y que guarda
estricta relación con un nuevo patógeno que afecta especialmente la capacidad
respiratoria de las personas, el COVID-19 o enfermedad por coronavirus
2019.
Si bien, como se ha dicho, el
primer caso de contagio pudo haber ocurrido hacia fines del año 2019 en Wuhan,
una ciudad del sur de China, lo cierto es que el COVID-19 se ha extendido a
centenares de países, atravesando fronteras y afectando —sin distinción y con
variable gravedad— a individuos de distintas regiones.
Las autoridades gubernamentales
de los Estados se han visto en la necesidad de reorganizar las agendas y
asignarle prioridad a la atención de esta enfermedad epidémica. Y ello, por
cuanto la rápida transmisión del virus, su agresividad y la cantidad de
personas —al mismo tiempo— infectadas en múltiples zonas ha puesto a prueba no
solo el sistema de salud de los Estados; sino, en muchos casos, directamente
las restantes políticas públicas de una Nación.
Nuestro país no ha sido la
excepción, dado que el virus llegó y se ha propagado en distintas regiones y
provincias de la Nación, afectando a miles de personas. Y que si bien es cierto
que muchos de los que se infectaron fueron recuperados o siguen siendo
asistidos, también lo es que otra cantidad de personas han fallecido por
derivación del COVID-19.
Las autoridades gubernamentales
argentinas han dispuesto distintas medidas integrales y protocolos de
prevención y de asistencia para hacer frente al virus que aqueja a toda la
sociedad toda. Además de ello, facilitaron a la comunidad, de canales de
consulta para proveer de información oficial de importancia, a fin de que se
conozca todo aquello relacionado con las zonas y los lugares de mayor contagio;
los hábitos de prevención y protocolos de actuación; los síntomas del COVID-19,
a partir de cuándo puede empezar a manifestarse la enfermedad, quiénes son los
grupos de riesgo, la cantidad de personas contagiadas, fallecidas, recuperadas;
y demás singularidades con relación al punto. Todo, a fin de que la población,
cualquiera sea el lugar del territorio en el que se encuentre, acceda a
información precisa y clara; y sepa —fundamentalmente— actuar ante alguna
circunstancia que lo aqueje con cierta calma.
Pese a ello, la comunidad está
completamente consternada; y no puede ser de otro modo, dada la entidad nociva
per se de la pandemia. A ello, debe adicionársele la cantidad de información a
la que la sociedad tiene acceso y que día a día —a nuestro juicio— aún más la
estremece.
Es bien cierto que toda
información a la fecha circula por medios tradicionales de anuncio. Sin
embargo, las redes sociales, mensajerías, canales de YouTube y otras, permiten
la circulación masiva y a una velocidad extrema de contenidos de actualidad. Y,
ello no es cuestionable desde nuestra perspectiva, aun cuando esa accesibilidad
estimule una sobreabundancia en la información.
Lo que sí despierta una alerta
son los rumores y/o las noticias que carecen de veracidad; todo aquel contenido
que se divulga como si fuese cierto y que realmente no lo es, o no ha sido
comprobada su verosimilitud; incluso utilizando formatos y estilos de fuentes y
documentos oficiales. Y, ello, precisamente, no sólo a causa de que el emisor
haya omitido la corroboración o verificación de la fuente informativa sino, a
consecuencia de un propósito y una finalidad específica que gira en torno —más
que informar— a desinformar al público de una comunidad, mediante la
manipulación, alteración o directamente creación de una noticia falsa (fake
news). Y, si a ello le adicionamos la rápida circulación y sobreabundancia de
las fake news, provocada por las innumerables vías de acceso a la información,
podría pensarse en un escenario epidémico, dado por el caos noticiario o
también llamado infodemia; aumentándose seriamente el pánico y la angustia de
la sociedad.
Si reparamos en lo que ha sido
publicado en distintos medios de difusión y en las redes sociales podemos
advertir —por ejemplo— diferentes imágenes que significaban una infinidad de personas
muertas en un espacio público, víctimas del coronavirus; cuando la imagen si
bien era real, la información era falsa, dado que esa representación obedecía a
otra grafía, que incluso había sido construida en términos de parodia que nada
tenía que ver con la pandemia actual. De igual modo, en torno al virus se han
creado y puesto a la luz distintas teorías conspirativas de las más variadas e
imaginarias relacionadas —incluso— con el espionaje; o ubicando al virus a 1 manera
de programa de arma biológica encubierta. También, hemos sido espectadores o
escuchado expresiones tales como la de utilizar un secador de pelos, beber agua
a 60 grados, comer ajo, evitar el helado o ingerir desinfectantes domésticos
para prevenir el coronavirus.
De igual modo, ¿quién no ha
tomado nota de audios que han circulado por WhatsApp a partir de los cuales se
generaba temor por algo que no estaba ocurriendo? Tal es el caso en el que se
informaba que la mitad de la población de una determinada ciudad norteña estaba
contagiada por coronavirus; que en uno de los pisos de un hospital ubicado en
el Palomar, con la connivencia del Estado, se ocultaba una tienda de campaña
contra el coronavirus; que el personal médico de una clínica, un centro
asistencial o un hospital determinado estaba infectado de COVID-19 e iba a
contagiar a todos; que un pasajero proveniente de tal o cual lugar estaba
infectado y lo habrían habilitado a violar la cuarentena; o que tal o cual
sanatorio de un municipio no tenía enfermeros ni médicos; o se rehusaban
—simplemente— a atender a pacientes infectados por COVID-19; que en un pueblo
activaron el protocolo por presuntos casos de COVID-19, algo que puso en alerta
a un número importante de personas y en verdad no lo era; o cuando se ha inventado
una noticia falsa con relación a un determinado vecino, médico de una
institución sanitaria o funcionario público, de que estaba infectado de
coronavirus y por lo que se convocó a una marcha para escracharlo, para que no
pudiera ingresar a su vivienda; consultorio o lugar donde cumple funciones;
entre otras. Es decir, mensajes a partir de los cuales se finge una situación
de peligro que genera temor y alarma social.
Es bien cierto que la lista de
ocurrencias en el sentido al que se viene haciéndose referencia podría
continuar. Ahora bien, excusándonos de concluir con la nominación de cada una
de las hipótesis que incluso el lector pudo haber sido oyente y contribuir en
la extensión de la nómina, resta decir —en punto a ello— que muchas de esas
expresiones propagadas por Facebook, WhatsApp y otros canales de comunicación
no han pasado desapercibidas para la sociedad, dado que se han incoado
diferentes denuncias penales formalizadas por ante la autoridad judicial y/o
fiscalía para la judicialización del caso por el delito de intimidación pública
respecto de quienes han generado y/o divulgado noticias falsas, incluso a
quienes administras los grupos de mensajería.
Será este último punto —entonces—
la base sobre la que girará el presente ensayo, permitiéndonos adentrarnos en
las singularidades fácticas que presenta el tipo penal mencionado y los
problemas de adecuación típica que muchas veces determinados comportamientos
humanos transigen, cuando pretende subsumírselos bajo el encuadre penal de la
"intimidación pública".
II. El delito de intimidación
pública: generalidades Sistemáticamente, el delito de intimidación pública se
encuentra ubicado en el Tít. 8, Cap. 1, art. 211 del catálogo punitivo.
El enunciado expresa "Será
reprimido con prisión de dos a seis años, el que, para infundir un temor
público o suscitar tumultos o desórdenes, hiciere señales, diere voces de
alarma, amenazare con la comisión de un delito de peligro común, o empleare
otros medios materiales normalmente idóneos para producir tales efectos. Cuando
para ello se empleare explosivos, agresivos químicos o materias afines, siempre
que el hecho no constituya delito contra la seguridad pública, la pena será de
prisión de tres años a diez años".
Se criminaliza —entonces— todos
aquellos comportamientos o actividades reglamentadas que tienen la idoneidad de
romper la tranquilidad pública. De tal modo, lo que se intenta proteger no es
otra cosa que el derecho de todos los individuos que integran una comunidad o
parte de ella a estar, vivir y sentirse tranquilos. Ese derecho que todos
tienen a la paz y a conducirse ordenadamente se tutela con una serie de
incriminaciones que responden al nombre genérico de intimidación pública (1).
Cualquier persona puede ser
sujeto activo de este delito, dado que el legislador no ha impuesto una
cualidad o exigencia específica en punto a ello.
Algo —parcialmente— distinto
sucede respecto al sujeto pasivo, y ello por cuanto si bien es cierto que
cualquier persona puede ser destinataria de esta infracción, necesariamente el
enunciado requiere que el intimado no sea sólo un sujeto, sino —por el
contrario— el ánimo de una generalidad de personas. No quiere decirse con ello
que se esté haciendo referencia meramente a un grupo de personas (tres, nueve o
veinte), sino antes bien, está direccionada a que el intimidado sea una
generalidad indeterminada de personas; bastando para ello que ese receptor
indefinido reciba la intimidación, con presidencia si fue provocada a la vista,
persona a persona o en contacto directo (tal el caso en el que el agente
intimida de modo presencial a la comunidad o parte de ella en ocasión de
encontrarse —uno y otros— reunidos en un espacio público o establecimiento
deportivo), o sin ese enlace presencial (hipótesis que puede darse cuando el
agente utiliza medios radiales, televisivos o redes sociales para la ejecución
del evento criminal).
Se quiere decir con ello que la
acción típica descripta en la norma tiende a influir sobre un número
indeterminado de personas (2). Ello porque, como lo enseña Tazza (3), es
necesario que se haya producido la afectación al menos potencial del bien
jurídico aquí tutelado, en tanto pretende garantizar el normal desenvolvimiento
de la vida pacífica en sociedad, libre de toda perturbación en el ánimo de una
comunidad determinada. La acción será atípica si está destinada a infundir
temor a una o más personas determinadas (4); y ello es así, dado que la
publicidad del temor no radica tanto en la cantidad, sino en la indeterminación
de las personas a las que afecta (5).
Este delito puede cometerse
mediante distintos actos típicos, y que expresamente se encuentran descriptos
en el enunciado legal. Veamos: a) hacer señales (se trata de toda expresión
manual, corpórea o mecánica que simbolice ciertamente la existencia de un
riesgo o peligro. Así la exhibición de telas, pañuelos u otros objetos;
movimientos físicos inequívocos de pavor; encendido de sirenas; y otras); b)
dar voces de alarma (se refiere a todas aquellas manifestaciones verbales a
partir de las cuales se hace creer que hay peligro o simplemente se lo
anuncia); c) amenazar con la comisión de un delito de peligro común (se trata
del anuncio de la producción de alguno de los hechos delictivos previstos en el
Título de los Delitos contra la Seguridad Común —incendio, estragos—); e)
emplear otros medios materiales normalmente idóneos para producir tales efectos
(se trata de una expresión meramente enunciativa, a partir del cual quedan
comprendidos otros medios materiales con aptitud para causar un temor público o
suscitar tumultos o desórdenes).
Ahora bien, la ejecución de tales
acciones típicas a las que se ha hecho referencia ha de tener la magnitud o
idoneidad y responder a alguno de los propósitos descritos en el enunciado. A
saber: infundir un temor público (es la aprensión que experimenta un número
indefinido de personas; el que pueda espantar a una población o a una parte de
ella); suscitar tumultos (es alboroto, confusión); o desórdenes (es
desconcierto y alarma en público; quebrantamiento del orden sea en la
alineación o en el cuidado del público, como cuando se dispersa sin control una
congregación, o se lanzan al exterior, como un desplome, los asistentes de un
espectáculo deportivo que se hallan en el interior de un estadio ante el falso
grito de alarma de la existencia de una bomba), sin que sea necesario que el
efecto sobrevenga.
En punto a ello, compartimos las
referencias que trae a modo de nota Goldstein (6), con cita a Manzini en cuanto
señala que el efecto querido por el agente, de infundir temor público o de
suscitar tumulto o público desorden, es considerado como la meta objetiva y
subjetiva del hecho, y no como un resultado que deba concretamente averiguarse.
La incriminación no está condicionada a la verificación de tal efecto y ni
siquiera se considera en ella el peligro de semejante verificación. El daño del
delito consiste en la turbación de la tranquilidad pública, que es, o se
presume, ocasionado por el hecho del delincuente, capaz de producir tal
efecto.
Sigue diciendo el mencionado
autor, con cita a Gómez, que la intimidación pública no existe como delito si
los actos que el art. 211 enumera no se han cometido con el propósito que él
determina, o sea, con el de infundir un temor público, suscitar tumulto o
desórdenes. Nosotros agregamos, debe mediar relación causal entre alguna de las
acciones típicas y el temor, tumulto o desorden buscado.
Por todo ello, desde nuestro
enfoque juzgamos que la intimidación pública se trata de una infracción de
impronta pública, dado que lo violentado no es el derecho o ánimo de solo un
sujeto, sino el derecho de una comunidad o parte de ella a estar, sentirse y
vivir sosegados, sin sobresalto. Y esa impronta a la que se ha hecho referencia
no solo está dada por la cualidad del destinatario de la intimidación, sino
también porque necesariamente los comportamientos típicos hacer señales, dar
voces de alarma, amenazar con la comisión de un delito de peligro común, o emplear
otros medios materiales idóneos para producir tales efectos deben trascender
públicamente sea ya por la cualidad intrínseca de la vía o medio utilizado o
por la forma o modo con el que el autor lo emplea, para que —finalmente— logre
potencialmente producirse el temor, tumulto o desórdenes a los que alude el
enunciado.
De allí, la única posibilidad de
comisión de este delito es a título de dolo directo, resultando inadmisible
toda otra forma de comisión. El autor debe querer hacer señales, dar voces de alerta
o amenazar con la comisión de alguno de los delitos de peligro común, o emplear
otros medios materiales respecto a un destinatario indeterminado, y saber de la
idoneidad que lo que hace y del modo en el que lo representa es apto para
turbar el orden que persigue o puede ser tenido como tal por el receptor. Es
suficiente que el hecho pueda ser tenido como idóneo, y el conocimiento de esa
circunstancia por el agente alcanza para satisfacer las exigencias
subjetivas.
Es que, además del conocimiento y
voluntad de realizar los elementos que integran el tipo objetivo, debe existir
en el autor la ultraintención de infundir un temor público o suscitar tumultos
o desórdenes, que se presentan como intenciones que exceden de querer realizar
el tipo objetivo y constituyen lo que la doctrina llama un cortado delito
de resultado, es decir que el sujeto realiza la conducta para que se produzca
un resultado ulterior ya sin su intervención (7). El autor debe obrar para
infundir un temor o desorden; sin ese propósito específico el delito desaparece
(8). He aquí también una de las principales características que presenta este
tipo de delitos, justamente porque si el autor de la intimidación, no obstante
haber realizado alguna de las acciones descriptas en la norma y utilizado
cualquiera de los medios reglados, tuvo únicamente el propósito de infundir
temor o alarma respecto de un sujeto o varios individuos determinados, aun
cuando se hubiese provocado el temor colectivo o desórdenes de cierta magnitud
no se daría el encuadramiento típico (9). Es decir, los medios materiales deben
haber sido empleados por el autor para provocar alguna de las finalidades que
la norma enuncia (temor público, tumultos o desórdenes); si se los emplea con
otra finalidad, el hecho no encuadra en esta figura (10).
Es bien cierto de lo dificultoso
que se hace el solo pensar en la probabilidad de ingresar en la psiquis del
agente para determinar cuáles han sido las reales intenciones de su proceder; y
precisamente esa misión, desde nuestro enfoque, es casi un absurdo. De allí, la
ultraintención a la que se hiciere referencia como elemento adicional al dolo
deba extraerse —esencialmente— de las circunstancias objetivas de la
acusa.
El delito se consuma con la
realización de cualquiera de los comportamientos típicos, con prescindencia que
la finalidad del autor se haya concretado. Parece poco probable, aunque para un
sector de la doctrina el delito admitiría la tentativa, caso que se nos ocurre
—en hipótesis de máxima y con las reservas del tema— cuando se pretende
infundir un temor público o suscitar tumultos o desórdenes mediante la difusión
por vía radial de noticias falsas y estas no trascendieron públicamente por
razones ajenas al autor (corte de la transmisión por cuestiones
climatológicas).
Finalmente, el legislador ha
previsto una pena superior para el caso que el autor utilice explosivos,
agresivos químicos o materiales afines.
Es bien cierto que este agravante
tiene un carácter subsidiario, dada la expresa disposición legal, en cuanto y
en la parte que importa expresa "siempre que el hecho no constituya delito
contra la seguridad pública...". Por ello, como lo enseña Tazza (11) es
necesario que el empleo de tales medios no sea a la vez constitutivo de un
delito contra la seguridad común, pues en tales casos, funciona la relación de
subsidiariedad restringida que contiene esta forma penal, desapareciendo de la
escena para dejar su espacio al tipo penal respectivo del Tít. VII del Cód.
Penal.
III. A modo de epílogo El delito
de intimidación pública se trata de una infracción de impronta pública. Y ello
es así, dado que lo violentado no es el derecho a la tranquilidad o ánimo de un
sujeto, sino el de toda una comunidad o parte de ella. Esa característica
generaliza no solo está dada por la cualidad del destinatario de la
intimidación, sino también porque necesariamente los comportamientos típicos al
que refiere la norma deben necesariamente trascender públicamente sea ya por la
cualidad intrínseca de la vía o medio utilizado, o por la forma o modo con el
que el autor lo emplea (elemento objetivo), para que —finalmente— logre
potencialmente producirse el temor, tumulto o desórdenes buscado (elemento
subjetivo).
Ahora bien, esos elementos
necesariamente deben estar presentes en el caso que se analice, dado que, de no
ser así, como se ha dicho a lo largo de este ensayo la figura no sería
aplicable.
Es esa última afirmación la que
nos eleva a pensar y preguntaros si quien crea un rumor en el que, pongamos por
caso, refiere —cuando no es verdad— que un médico contrajo COVID-19 e infectó a
sus compañeros de guardia en un determinado sanatorio de un municipio y —a raíz
de ello— no se está cumpliendo con la asistencia clínica a los vecinos que lo
demanden; y ese audio se manda vía WhatsApp solo a un amigo o a un grupo de
amistades o familiares cuyos integrantes —de inicio— están determinados ¿comete
el delito de intimidación pública? Animémonos a pensar —también— en la
hipótesis que uno de los receptores —amigos de contactos— decide difundir la
fake news —sin saber que esa información era falsa— a través de un canal de
YouTube que este último tiene y allí sí, finalmente, la información se propaga
sin límites ¿quién comete el delito en trato? ¿quién lo creó? ¿ambos?; o
¿únicamente quien —finalmente—lo divulgó?; o, que previo a que se haga pública
en redes sociales —en los términos que requiere el enunciado normativo— esa
noticia falsa fue detectada por lo que se ha decidido en llamar ciberpatrullaje
¿el creador del audio o quien lo pretendía hacer trascender comete el delito de
intimidación pública?
El caso traído a modo de nota no
hace otra cosa que adentrarnos en lo cotidiano, lo que sucede —a veces— a
diario. Cuando se difunde entre familiares, amigos o grupo de trabajo un rumor
uno podría pensar que es simplemente eso, un chismerío entre conocidos
previamente determinados. Sin embargo, en la mayoría de los casos sucede que
esos cuchicheos se extienden por distintas vías de divulgación (Internet, redes
sociales y por qué no medios tradicionales de comunicación), pasando a ser —lo
que en principio fue una fábula— una noticia o lo que se denomina
"bulos" cuya divulgación termina llegando a miles de personas que
toman por cierto tal o cual información de inicio inventada.
Las investigaciones que
últimamente se han abierto respecto a este tema y de ello se ha encargado los
medios periodísticos tradicionales de difusión como también los portales
digitales despierta una alta preocupación, justamente porque nos invita a dejar
atrás aquella creencia popular relacionada con la idea que difundir o reenviar
un mensaje que contiene una broma, rumor o información falaz o simplemente no
chequeada no es tan grave. Sin embargo, la realidad tribunalicia nos dice otra
cosa si se tiene en cuenta la cantidad de denuncias que se han impetrado en
estos últimos tiempos a causa de la divulgación de noticias falsas que circulan
por distintas redes sociales.
Los problemas hermenéuticos que
conlleva esta figura no solo ocurren por lo intrínseco del tipo penal. Y ello
es así, dado que se trata de un tipo penal abierto en el cual se establecen
distintas indeterminaciones o falta de claridad en la descripción normativa.
Debe adicionársele a ello las dificultades que pudieren surgir particularmente
de la casuística.
De allí, consideramos que en este
como en tantos otros delitos contemplados en el catálogo punitivo será el juez
quien establezca —finalmente— las circunstancias de la infracción de acuerdo
con su sana crítica racional para determinar si hubo o no delito, cerrando de
tal modo el tipo penal. Tarea por demás reflexiva para decidir en el caso en el
que sea llamado a resolver, y que lo obliga a decidir con suma prudencia el
asunto.
Y todo ello así, por cuanto,
desde nuestro enfoque, no es posible asignarle a la norma en trato un alcance
mayor al que técnicamente tiene. En efecto, a trazo grueso juzgamos que
únicamente podría subsumirse en el delito de intimidación pública aquellas fake
news que, sobre la base de alguno de los comportamientos típicos indicados en
la norma, han trascendido públicamente (aspecto objetivo), con el propósito de
causar alguno de los planes que el enunciado legal enumera (aspecto subjetivo y
ultraintención), siendo necesaria la incolumidad de toda la relación causal.
Asignarle un alcance o flexibilidad mayor al tipo penal que el que aquí
proponemos admitiría introducir un mayor riesgo con relación a los males que se
pretenden evitar (principio de legalidad o reserva penal).
(*) Abogado, egresado de la
Universidad Nacional de Mar del Plata, Faculta de Derecho. Docente en la
materia Derecho Penal, parte especial. Cursó estudios de grado, posgrado y por
ante la Red Iberoamericana de Escuelas Judiciales.
(1) GOLDSTEIN, Raúl,
"Diccionario de derecho penal y criminología", Ed. Astrea, Buenos
Aires, 1993, 3a ed., p. 614.
(2) D'ALESSIO, Andrés J. -
DIVITO, Mauro A., "Código Penal de la Nación Argentina", Ed. La Ley,
Buenos Aires, 2013, 2a ed., t. II, p. 1055.
(3) TAZZA, Alejandro,
"Código Penal de la Nación Argentina Comentado Parte Especial",
Rubinzal-Culzoni Edit., Buenos Aires, 2018, t. II, p. 568.
(4) D'ALESSIO, Andrés J. -
DIVITO, Mauro A., ob. cit. (5) TAZZA, Alejandro, ob. cit., p. 570. (6)
GOLDSTEIN, Raúl, ob. cit. (7) D'ALESSIO, Andrés J. - DIVITO, Mauro A., ob.
cit., p. 1057.
(8) BUOMPADRE, Jorge E.,
"Tratado de derecho penal. Parte especial. 2", Ed. Astrea, Buenos
Aires, 2009, 3a ed., t. 2, p. 573.
(9) TAZZA, ob. cit., p. 572. (10)
CREUS, Carlos, "Derecho Penal, Parte Especial, Ed. Astrea, Buenos Aires,
1993, 4a ed., t. 2, p. 122. (11) TAZZA, ob. cit.
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