Nº 26.791)
Por: Jorge Eduardo Buompadre
1. INTRODUCCION.
Recientemente, más precisamente el
14 de noviembre de 2012, la Cámara
de Diputados de la Nación, luego de
una breve sesión, sin debate y por
unanimidad, decidió convertir en ley
el proyecto original sobre femicidio y
figuras afines, por entenderlo más
completo y abarcativo que el texto venido
en revisión del Senado.
La nueva ley de reformas lleva el Nº
26.791 e introduce una serie de
novedosas modificaciones al artículo
80 del código penal, entre las cuales –
siguiendo una tendencia muy marcada
en América Latina- se incorpora el
delito de “femicidio” al digesto
punitivo.
Esta reforma penal ha significado, sin duda alguna, una transformación y
una evolución legislativa de gran calado, por cuanto ha implicado –luego
de
varias décadas de postergaciones- la instalación definitiva de la
problemática
de género en el código penal argentino.
El abordaje de la violencia desde
una perspectiva punitiva, sin embargo, no
es nuevo. El ejercicio de la
violencia, sea como una fórmula específica de
imputación delictiva contenida en
ciertas conductas ofensivas de bienes
jurídicos individuales, cuya propia
comisión importa un despliegue,
intencional de ella, por ej. el homicidio,
el aborto, el robo, la extorsión, la trata
de personas, etc., o bien como medio
de cometimiento de algunos delitos
contra bienes jurídicos colectivos o
supraindividuales, como por ej. la
exacción ilegal, la sedición, los
delitos de terrorismo, etc., ha sido siempre
objeto de atención por el legislador
penal.
No olvidemos que también el Derecho
es, en cierta medida, violencia
“formalizada”, regulada, por cuanto
para imponer sus mandatos y
prohibiciones y para
autoconservarse, necesita de la fuerza. Y el Derecho
penal es una parte de ese orden
violento formalizado, institucionalizado.
Hablar de derecho penal –nos dicen
Muñoz Conde y García Arán- es
hablar, de un modo u otro, de
violencia. Violentos son generalmente los casos
de los que se ocupa el derecho penal
(robo, asesinato, violación, rebelión).
Violenta es también la forma en que
el derecho penal soluciona los casos estos
casos (cárcel, manicomio,
suspensiones e inhabilitaciones de derechos). El
mundo está preñado de violencia y no
es, por tanto, exagerado decir que esta
violencia constituye un ingrediente
básico de todas las instituciones que rigen
este mundo. También del Derecho
penal [1].
Violencia de género es violencia
contra la mujer, pero no toda violencia
contra la mujer es violencia de
género. Esta presupone un espacio ambiental
específico de comisión y una
determinada relación entre la víctima y el
agresor. Resulta difícil de imaginar
esta clase de violencia perpetrada contra el
género opuesto. La violencia es de
género, precisamente, porque recae
sustancialmente sobre la mujer.
La violencia es poder y el poder
genera sumisión, daño, sufrimiento,
imposición de una voluntad,
dominación y sometimiento. La violencia
presupone, por lo general,
posiciones diferenciadas, relaciones asimétricas y
desiguales de poder[2].
La violencia de género implica todo esto, y mucho más,
cuya hiperincriminación se
justifica, precisamente, porque germina, se
desarrolla y ataca en un contexto
específico, el contexto de género.
El ejercicio de esta clase de
violencia, en sus más diversas
manifestaciones, física,
psicológica, económica, sexual, laboral, etc., como
herramienta de poder y dominación,
se ha venido repitiendo a lo largo de la
historia de la humanidad. La
cuestión, como antes dijimos, no es nueva. Lo
nuevo es el interés que ha
despertado en la sociedad moderna la efectiva
protección de los derechos humanos
de quienes sufren el impacto de esta
violencia. Paso a paso pero en forma
segura, los Estados van comprendiendo
que lo que hoy por hoy más preocupa
es el modo de garantizar el derecho de
todas las mujeres a vivir una vida
sin violencia y sin discriminaciones.
La violencia contra las mujeres
abarca una serie de atentados cuyo común
denominador no es otro que la
presencia de un sujeto pasivo femenino que es
objeto de maltrato por su
pertenencia a ese género y cuyo agresor se
caracteriza por pertenecer al género
opuesto[3]
. Esto es verdad, pero no lo es
menos que la violencia de género
tiene también, además de esta
caracterización binaria de sus
protagonistas (hombre-mujer), un componente
subjetivo, misógino, que es el que
guía la conducta del autor: causar un daño
por el hecho de ser mujer. Por lo
tanto y como antes se dijo, no cualquier
ejercicio de violencia contra una
mujer es violencia de género, sino sólo
aquélla que se realiza contra una
persona por el hecho de pertenecer al
género femenino.-
La nueva regulación implicó una
sustancial reforma del régimen penal
tradicional en materia de delitos
contra la vida, introduciendo no sólo
modificaciones de importancia en el
artículo 80 del digesto punitivo sino
también delitos de nuevo cuño, cuyas
características dogmáticas serán
analizadas comparativamente más
adelante desde las perspectivas de los
proyectos aprobados por la dos
Cámaras legislativas, dando prevalencia,
naturalmente, al texto que ha sido convertido
en ley y que es el que rige en la
actualidad en Argentina.
Por el momento, sin embargo,
estimamos necesario responder, con la mayor
precisión posible, a la pregunta ¿de
qué estamos hablando cuando hablamos
de violencia de género?.
2. PRECISION CONCEPTUAL.
En 1921 no se hablaba de género. El
código penal, sancionado en ésos años,
fue pensado por y para el hombre (o,
al menos, no pensando en la mujer). Los
tipos delictivos fueron cimentados
en términos de neutralidad con respecto a
los sexos. Salvo algunas excepciones
que se sucedieron normativamente con
el paso de los años, la gran mayoría
de sus preceptos aún siguen así.
El código penal no nos suministra
una definición de violencia de género, ni
tampoco nos brinda herramientas
conceptuales que nos permitan lograr una
respuesta unívoca para todas las
figuras incorporadas por la reforma
legislativa.
La evolución legislativa que ha
tenido en Argentina la problemática de la
violencia contra la mujer, permite
diferenciar dos etapas bien definidas: una
primera etapa, en la que se pone el
acento exclusivamente en los casos de
malos tratos en el ámbito familiar.
En este período, se aprecia una
protección muy limitada por hechos de
violencia doméstica que afectan
física o psíquicamente a todos los miembros
del grupo familiar, no sólo a la
mujer. Todo se reduce al mundo íntimo de la
familia. Aquí el punto de interés
reside en el empleo de la violencia
doméstica, sin ninguna distinción de
género. Esta es la característica de la Ley
N° 24.417 de Protección contra la
Violencia Familiar.
Una segunda etapa, que representa un
paso importante en la lucha contra el
fenómeno de la violencia sexista,
aparece con la sanción de la Ley N° 26.485
de Protección Integral para
Prevenir, Sancionar y Erradicar la violencia contra
las Mujeres en los Ámbitos en que
Desarrollen sus Relaciones Interpersonales.
Esta normativa, cuyo antecedente más
inmediato es la Convención
Interamericana para Prevenir,
Sancionar y Erradicar la Violencia contra la
Mujer, Convención de Belém do Pará,
circunscribe su arco protector
exclusivamente a la mujer,
instalando la problemática de género en el centro
del debate.
Ya no basta con la presencia de un
sujeto pasivo integrante de un
determinado grupo familiar sino de
un sujeto que ha sufrido un hecho de
violencia por su pertenencia al
género femenino, aun cuando este sujeto haya
sido víctima de violencia desplegada
en el seno de un grupo familiar.
Con otros términos, en esta segunda
etapa se entiende que la violencia
contra la mujer implica una cuestión
de género que trasciende el ámbito
privado para convertirse en una
cuestión de interés público.
Tal vez una tercera etapa en este
proceso legislativo comience con la
reciente incorporación de los delitos
de género al código penal.
Sin embargo, la compleja
problemática que platea el fenómeno en toda su
dimensión, ha tenido también una
fuerte incidencia desde el punto de vista
conceptual, por cuanto aún persisten
opiniones divergentes en torno a la
cuestión terminológica, vale decir,
al problema de delimitar conceptualmente
y con la mayor precisión posible los
términos “violencia de género”,
“violencia contra las mujeres”,
“violencia doméstica”, “violencia familiar o
intrafamiliar”, etc., que se
utilizan –muchas veces indistintamente- en el
idioma castellano, para desentrañar
si se trata o no de términos equivalentes.
La Convención para la Eliminación de
todas las Formas de Discriminación
de la Mujer (CEDAW, por sus siglas
en inglés), aprobada por la Asamblea
General de las Naciones Unidas el 18
de diciembre de 1979 (ratificada por
Argentina en 1985, Ley N° 23.179),
cuyo Protocolo Facultativo fue aprobado
por la Ley N° 26.171 e incluida en
el bloque de constitucionalidad federal por
el artículo 75.22 de la Constitución
Nacional, conforma un instrumento
internacional que alude a la
cuestión de género al condenar en forma expresa
la discriminación contra la mujer en
todas sus formas. A su vez, el Comité
para la Eliminación de la
Discriminación contra la Mujer que controla la
ejecución de la Convención, incluyó
en forma expresa la violencia de género
como un acto de discriminación
contra la mujer.
La IV Conferencia Mundial de
Naciones Unidas sobre la Mujer, celebrada
en Beijing el 15 de septiembre 1995
y aprobada en la 16° sesión plenaria, se
decanta por la perspectiva de género
al establecer el alcance de la “violencia
contra la mujer” como todo acto de
violencia basado en el género, que se ha
presentado históricamente como una
manifestación desigual de las relaciones
de poder entre hombres y mujeres, como
una forma de discriminación contra
la mujer y como una interposición de
obstáculos contra su pleno desarrollo.
En nuestro ordenamiento interno, la
Ley N° 26.485 de Protección Integral
para Prevenir, Sancionar y Erradicar
la Violencia Contra las Mujeres en los
Ámbitos en que Desarrollen sus
Relaciones Interpersonales, es una norma
orientada pura y exclusivamente a
promover y garantizar el reconocimiento y
protección de los derechos de las
“mujeres”; no se trata –en sentido estricto-de
una “ley de género”, aun cuando la
violencia “por razón de género” implique
una categoría que comprende la
violencia contra las mujeres.
No se trata de una ley de “género”
–como decimos- porque no comprende a
otros sujetos que se enmarcan en
torno de la misma expresión, por ejemplo los
niños y adolescentes (varones). Se
trata, en rigor de verdad, de una ley de
violencia contra la mujer. Así lo
describe el propio nomen juris de la
normativa; la definición y formas de
violencia que se enumeran en los
artículos 4, 5 y 6; los principios
rectores de las políticas públicas enunciadas
(arts. 7); la creación del Consejo
Nacional de la Mujer como el organismo
competente para el diseño e
implementación de las políticas públicas
respectivas (arts. 8 y 9), y del
Observatorio de la Violencia contra las Mujeres,
destinado al monitoreo, producción,
registro y sistematización de datos e
información sobre la violencia
contra las mujeres (arts.12/15); y el derecho de
acceso a la justicia, garantizado en
los artículos 16 y siguientes de la Ley.
Es una Ley que habla de la mujer, se
pensó para la mujer y regula
situaciones y establece derechos
específicamente determinados para las
mujeres. Por consiguiente, no es una
Ley de género, porque sencillamente se
pensó para la mujer no para el
género opuesto.
Sin perjuicio de que en dicha
normativa se hace referencia, con bastante
frecuencia, a la cuestión de género,
la noción ha quedado limitada a la
“violencia de género contra las
mujeres”.
Desde esta perspectiva, La ley
define a la violencia contra las mujeres
como“toda conducta, acción u
omisión, que de manera directa o indirecta, tanto en
el ámbito público como en el
privado, basada en una relación desigual de
poder, afecte su vida, libertad,
dignidad, integridad física, psicológica, sexual,
económica o patrimonial, como así
también su seguridad personal. Quedan
comprendidas las perpetradas desde
el Estado o por sus agentes. Se considera
violencia indirecta, a los efectos
de la presente ley, toda conducta, acción
omisión, disposición, criterio o práctica
discriminatoria que ponga a la mujer
en desventaja con respecto al varón”
(art. 4).
En una misma dirección, se decanta
la Convención Interamericana para
Prevenir, Sancionar y Erradicar la
Violencia contra la Mujer (Convención de
Belém do Pará), establece en el
artículo 1° que se debe entender por violencia
contra la mujer “Cualquier acción o
conducta, basada en su género, que cause muerte,
daño o sufrimiento físico, sexual o
psicológico a la mujer, tanto en el ámbito
público como en el privado.
En igual sentido, en el derecho
comparado, la Exposición de motivos de la
L.O. 1/2004, de 28 de diciembre,
actualmente vigente en España, entiende a
la violencia de género como una: “violencia
que se dirige sobre las mujeres
por el mismo hecho de serlo,por ser
consideradas, por sus agresores,
carentes de los derechos mínimos de
libertad, respeto y capacidad de decisión”.
De lo que se desprende que, para el
legislador argentino –aún cuando no
haya utilizado el término “género”
en la definición de “violencia contra la
mujer”- se debe entender que la
expresión “violencia de género” está
limitada y equivale a la “violencia
contra la mujer”, no a otra clase de
violencia que también puede ser
utilizada en las relaciones interpersonales,
por ej. la que se emplea, también
por razones de género o en un contexto de
género, contra individuos que poseen
orientación o identidades de género
distintas, como ocurre con las
lesbianas, homosexuales, personas intersex,
transexuales, etc. Sin embargo, hay
que convenir que el concepto de
“violencia de género o contra la
mujer” que surge de las normas citadas –con
las limitaciones que veremos más
adelante- ha sido extendido por el
legislador penal a todas aquellas
personas que tienen o sienten una identidad
sexual diferente al esquema corporal
y órganos genitales manifestados en su
nacimiento.
Aun cuando el término “género” ha
dado lugar a interpretaciones
encontradas respecto de su
caracterización, como así a fuertes críticas
doctrinarias por el hecho de su
(equivocada) utilización (término cuyo origen
proviene de la traducción literal
del vocablo inglés “gender violence”), de lo
que resultaría su inconveniencia de
que sea utilizado como comprensivo de
otras expresiones equivalentes o
similares, lo cierto es que, en nuestra
opinión, debiera prescindirse de la
polémica en torno de su significación
conceptual desde la perspectiva de
la lengua castellana, por cuanto se trata, a
nuestro modo de ver, de un término
que se ha “castellanizado” (o
vulgarizado) y es de uso corriente
para designar e individualizar un tipo
específico de violencia: la
violencia contra la mujer. No creemos que cuando
se habla de “violencia de género”,
deba entenderse que también se está
haciendo referencia a la violencia
ejercida sobre el hombre por parte del
género femenino. Violencia de género
es, en sentido estricto, violencia
contra la mujer, y así debe ser
entendido.
Desde esta perspectiva, entonces,
hay que convenir que resulta un acierto
legislativo que debe ponderarse,
entonces, la expresión “violencia contra la
mujer” usada en la Ley N° 26.485,
que rige actualmente en nuestro país.
En resumen, podríamos concluir en
esta mirada conceptual del fenómeno
que, la expresión “violencia
doméstica o familiar” responde a un
sentimiento de propiedad y de
superioridad por parte de un miembro de la
unidad familiar hacia otro u otros
(ya sea su pareja, hijos, padres, etc.). Esta
clase de violencia se dirige hacia
las otras personas con la finalidad de
mantener el status quo, la situación
de dominación, de sometimiento y de
control. La “violencia de género o
violencia contra la mujer”, por el
contrario, radica esencialmente en
el desprecio hacia la mujer por el hecho de
serlo, en considerarla carente de
derechos, en rebajarla a la condición de
objeto susceptible de ser utilizado
por cualquiera.
La violencia contra la mujer –dice
Maqueda Abreu- no es una cuestión
biológica ni doméstica, sino de
género. Se trata de una variable teórica
esencial para comprender que no es
la diferencia entre sexos la razón del
antagonismo, que no nos hallamos
ante una forma de violencia individual
que se ejerce en el ámbito familiar
o de pareja por quien ostenta una posición
de superioridad física (hombre)
sobre el sexo más débil (mujer), sino que es
una consecuencia de una situación de
discriminación intemporal que tiene su
orígen en una estructura social de
naturaleza patriarcal. El género se
constituye así –continúa esta
autora- en el resultado de un proceso de
construcción social mediante el que
se adjudican simbólicamente las
expectativas y valores que cada
cultura atribuye a su varones y mujeres.
Fruto de ese aprendizaje cultural de
signo machista, unos y otras exhiben los
roles e identidades que le han sido
asignadas bajo la etiqueta del género. De
ahí, la prepotencia de lo masculino
y la subalternidad de lo femenino. Son los
ingredientes esenciales de ese orden
simbólico que define las relaciones de
poder de los hombres sobre las
mujeres, origen de la violencia de género. Esa
explicación de la violencia contra
las mujeres en clave cultural, no biológica
–concluye- es la que define la
perspectiva de género[4].-
Una misma orientación ha seguido la
Ley N° 26.485 de Protección Integral
para Prevenir, Sancionar y Erradicar
la Violencia Contra las Mujeres en los
Ámbitos en que Desarrollen sus
Relaciones Interpersonales, cuya sanción ha
sido justificada en el entendimiento
de que aún “persisten las inequidades
basadas en un sistema jerárquico de
relaciones sociales, políticas y
económicas que, desde roles
estereotipados de género y con la excusa de la
diferencia biológica, fija las
características de la masculinidad como
parámetro de las concepciones
humanas y así institucionaliza la desigualdad
en perjuicio de las mujeres”.
Por ello, la normativa tiene por
principal objetivo garantizar a las mujeres
“la remoción de patrones
socioculturales que promueven y sostienen la
desigualdad de género, las
prácticas, costumbres y modelos de conductas
sociales y culturales, expresadas a
través de normas, mensajes, discursos,
símbolos, imágenes o cualquier otro
medio de expresión que aliente la
violencia contra las mujeres o que
tienda a:
1) Perpetuar la idea de inferioridad
o superioridad de uno de los géneros;
2) Promover o mantener funciones
estereotipadas asignadas a varones y
mujeres, tanto en lo relativo a
tareas productivas como reproductivas;
3) Desvalorizar o sobrevalorar las
tareas desarrolladas mayoritariamente por
alguno de los géneros;
4) Utilizar imágenes desvalorizadas
de las mujeres, o con carácter vejatorio o
discriminatorio;
5) Referirse a las mujeres como
objetos”.
La mayor penalidad sugerida para los
delitos de género no se justifica en el
sólo hecho de que la víctima es una
mujer y el victimario un hombre, que la
mata por ser mujer. Si esto sólo
fuera el fundamento de la incriminación,
entonces habría que equiparar con la
misma sanción otras clases de muerte,
tanto o más graves que el asesinato
de una mujer, por ej. la muerte de un
anciano “porque es un anciano”, la
de un niño “porque es un niño”, y así
podríamos seguir hasta el infinito.
El incremento de la pena se fundamenta
no solamente en la circunstancia
subjetiva de “matar por” (ser mujer) sino en
el hecho de que la muerte se realiza
en un ámbito específico que es,
precisamente, el que marca la
diferencia con otros tipos de formas delictivas,
que es el contexto de género.
El delito es de género porque se lo
comete en un contexto de género. Otra
razón no habría para justificar el
plus punitivo que importa la mayor
penalidad para esta clase de
delitos.
En el ámbito latinoamericano,
algunos países se han decantado por no
contener en sus normativas una
definición específica sobre violencia de
género o violencia contra la mujer,
sino que han optado por una definición
abarcativa de la violencia en el
marco de las relaciones familiares (por ej.
Chile, Colombia, Bolivia, Honduras,
Nicaragua, Guatemala, El Salvador,
etc.), mientras que otros han
recogido los lineamientos básicos de la
Convención do Belém do Pará (por ej.
Argentina, Brasil, México,
Venezuela, República Dominicana,
etc.).
Independientemente de la orientación
que pudieren haber seguido estas
normativas y de la denominación
específica adoptada para definir la
violencia en el ámbito de las
relaciones interpersonales, lo cierto es que un
análisis comparativo de sus
disposiciones permite afirmar que las dos
categorías antes señaladas hacen
referencia a ciertos y determinados patrones
de conducta que se pueden resumir
del siguiente modo: la violencia familiar
o en el marco de las relaciones
familiares o domésticas (o intrafamiliares) es
aquella representada por el empleo
de fuerza física, sexual o psicológica u
otros comportamientos violentos
entre miembros de un determinado grupo
familiar, mientras que la violencia
de género o contra la mujer implica
también cualquier acto de violencia
–activo u omisivo-, físico, sexual,
psicológico, moral, patrimonial,
etc., que inciden sobre la mujer por razón de
su género, basado en la
discriminación, en las relaciones de desigualdad y de
poder asimétricas entre los sexos
que subordinan a la mujer, sea en la vida
pública o en la privada, incluida la
que es perpetrada o tolerada por el
Estado.
3. Los nuevos delitos de género. El proyecto de la Cámara de Diputados
de la Nación sobre femicidio y figuras vecinas.
La finalidad de introducir al código
penal el delito de femicidio, ha sido
puesta de manifiesta en numerosos
proyectos ingresados al Congreso de la
Nación en los últimos tiempos. Luego
de las idas y venidas entre ambas
Cámaras legislativas, finalmente fue
sancionado el proyecto original de la
Cámara de Diputados, cuyo texto
–enmarcado en una tendencia
criminilizadora en crecimiento en
América Latina, de la que son pioneros
Costa Rica, Guatemala, Chile, México
(DF), etc.-, introdujo importantes
modificaciones al artículo 80 del
código penal, las que iremos analizando paso
a paso en las páginas que siguen.
La reforma penal introducida por
Diputados puede ser aceptable –más aún
por quienes defienden la idea que
propicia la criminalización de la violencia
de género- pero, como veremos más
adelante, presenta ciertas falencias que,
desde un punto de vista dogmático,
resulta criticable.
Independientemente de la importancia
que pueda revestir la cuestión de
género –de lo que ya hemos dado
cuenta en páginas anteriores- el problema
no reside, por el momento, en
determinar si la respuesta penal es o no la
herramienta más adecuada para
solucionar un conflicto de estas
características (algo que ya se ha
decidido en Argentina, al recurrirse a la
solución criminilizadora), sino si
las figuras introducidas al texto punitivo se
corresponden o no con la verdadera
estructura ontológica del femicidio en
sentido estricto. El objetivo y la
voluntad política de criminalizar la violencia
de género ya han sido recogidos y
puesto en marcha por el legislador; ahora
sólo falta analizar el texto
definitivo de la reforma y someterlo al análisis
crítico.
Sin perjuicio de que algunos
sectores pongan en discusión la conveniencia
de acudir a la ley penal para dar
solución a un problema que hunde sus raíces
en un conflicto de característica
sociocultural (como son los casos,
ciertamente, de violencia sexista),
lo cierto es que, después de décadas de
silencio en esta materia, finalmente
se sancionó una ley –como antes se dijo-
que introdujo una reforma parcial en
el art.80 del código penal, incluyendo
modificaciones en algunos incisos,
creando figuras de nuevo cuño y dando
una nueva redacción al párrafo final
del señalado artículo, relacionado con las
circunstancias extraordinarias de
atenuación, cuyo texto anuncia que no serán
aplicables –por imperio de la propia
ley- cuando el maltratador tuviera
antecedentes de violencia de género.
Volveremos sobre esta cuestión más
adelante.
El nuevo texto del artículo 80 del
código penal introducido por le Ley Nº
26.791, es el siguiente:
Art.
80: “Se impondrá reclusión perpetua o prisión perpetua, pudiendo
aplicarse
lo dispuesto en el art.52, al que matare:
1)
A su ascendiente, descendiente, cónyuge, ex cónyuge, o a la persona con
quien
mantiene o ha mantenido una relación de pareja, mediare o no
convivencia.
4)
Por placer, codicia, odio racial, religioso, de género o a la orientación
sexual,
identidad de género o su expresión.
11)
A una mujer cuando el hecho sea perpetrado por un hombre y mediare
violencia
de género.
12)
Con el propósito de causar sufrimiento a una persona con la que se
mantiene
o ha mantenido una relación en los términos del inc.1°.
Cuando
en el caso del inciso 1 de este artículo, mediaren circunstancias
extraordinarias
de atenuación, el juez podrá aplicar prisión o reclusión de
ocho
a veinticinco años. Esto no será aplicable a quien anteriormente hubiera
realizado
actos de violencia contra la mujer víctima”.
3.1. Homicidio agravado por el vínculo y por la relación con la víctima[5].-
3.1.1. El bien jurídico protegido.
El delito que analizamos es una de
las diferentes clases de homicidio
regulados en la ley penal y se
encuentra ubicado en el Título I –Delitos contra
las personas-, Capítulo I -Delitos
contra la vida-, del código penal, por tanto,
el bien jurídico protegido es la
vida humana independiente –como en
cualquier homicidio-, esto es, el
ser humano en toda su integridad vital
después de ocurrido el proceso del
nacimiento, sea que este proceso se haya
realizado naturalmente o por medios
artificiales. Lo importante es que la
persona, al momento del hecho, sea
una persona viva, aunque tenga una vida
de corta duración o sufra de alguna
discapacidad o enfermedad incurable.
El derecho penal protege la vida
humana desde el momento en que tiene
inicio y hasta el momento en que la
vida termina, y la protege en cuanto
importa para el Derecho una realidad
físico-biológica[6]. No
se trata, en
principio, de un concepto
estrictamente normativo sino naturalístico, pero que
no prescinde de criterios
valorativos a la hora en que se deba fijar el sentido y
el alcance de su protección[7].
Se protege la vida en cuanto existe. La norma
penal sólo puede tener incidencia en
la intensidad de su protección. La vida
tiene importancia para el derecho
penal en cuanto se vive, en cuanto la
persona existe. Por lo tanto, está
protegida aun en sus últimos momentos,
hasta aquellas vidas a las que se
las considera carentes de valor vital, porque
ya no vale la pena ser vividas.
Pero, en todo caso, no es el Estado sino su
titular el único que puede disponer
de ella. Nadie tiene el deber de vivir y
menos aun involuntariamente; vivir
es un derecho y sólo el titular de ese tal
derecho puede legítimamente disponer
de él.
Algunos autores entienden, sin
embargo, que el bien jurídico en estos delitos
no es la vida humana sino el
“derecho a la vida”[8], esto
es, concebida en
sentido normativo no naturalístico.
Nosotros creemos, como antes se dijo que,
la cuestión no es absolutamente
normativa, por cuanto si el bien jurídico
protegido en los delitos contra la
vida humana independiente fuera el “derecho
a la vida”, no debería punirse a
título delictivo por ej. el llamado homicidio a
petición, en el que –como se sabe-
si bien el titular del derecho a la vida no
transfiere a un tercero la decisión
de disponer de la vida ajena, sí le otorga un
permiso para acabar con ella, porque
así lo ha resuelto voluntariamente.
En esta dirección se ha dicho que si
el bien jurídico protegido no es la vida
en sí misma, sino el derecho a la
vida que recae en cabeza de su titular, lo cual
implica el derecho a disponer de
ella cuando su titular lo desee, entonces no se
alcanza a entender muy bien porque
el legislador castiga ciertas conductas que
tienen incidencia en la vida de los
individuos, como son por ej. el homicidio a
petición, el aborto o la eutanasia[9].
3.1.2. Tipo objetivo. La acción típica.
El delito consiste en matar al
ascendiente, descendiente, cónyuge, ex
cónyuge, o a la persona con quien
mantiene o ha mantenido una relación de
pareja, mediare o no convivencia.
Aquí, a diferencia del parricidio
propiamente dicho –cuya fundamentación
del plus punitivo sigue siendo el
lazo de sangre entre el autor y la víctima
(parricidio en sentido propio) y del
uxoricidio –justificado por razones
normativas: el vínculo del
matrimonio-[10], el
precepto incorpora la agravante
del “ex cónyuge”, sin hacer ninguna
distinción ni referencia acerca de la
subsistencia del vínculo
matrimonial, porque bien puede tratarse de un
matrimonio desavenido, separado de
hecho, con o sin voluntad de unirse o
divorciado vincularmente, situaciones
todas que, dogmáticamente, ninguna
relevancia tienen respecto de la
concurrencia de la agravante por cuanto, lo
que más importa para el incremento
de la pena es la existencia (presente o
pasada) del vínculo entre el agresor
y la víctima, al igual que la persona con
quien aquel “tiene o haya tenido una
relación de pareja, con o sin
convivencia”.
Dados estos supuestos, resulta
aplicable la mayor penalidad. Es suficiente
con el dato naturalístico
(ascendiente, descendiente) y normativo (cónyuge,
relación de pareja) de que hayan
concurrido dichos vínculos o situaciones. Por
lo tanto, quedan comprendidos en la
agravante el homicidio del concubino y
de la novia, siempre que haya habido
una “relación de pareja” entre el agresor
y la víctima, situación que excluye
las meras relaciones pasajeras, transitorias
o amistosas.
Como se puede apreciar, de las
clases conocidas doctrinariamente, el
tipo penal comprende sólo el
denominado “femicidio íntimo”, cuando se trate
del asesinato de una mujer, con
quien el agresor haya tenido una relación
afectiva, familiar o de pareja.
Frente a este panorama, nos
preguntamos: ¿cuál es el fundamento de aplicar
la pena más grave del ordenamiento
jurídico-penal al homicidio de la ex
pareja o novia, con quien ya no se
tiene una relación de convivencia, o que
nunca la hubo, y se castigue con
menor pena el homicidio de un anciano, un
niño o una persona especialmente
vulnerables (hijo, madre, abuela) con
quienes se puede estar compartiendo
(o haber compartido) una situación de
convivencia?, ¿por el sólo hecho de
ser mujer, o por haber estado casada o en
pareja con el agresor?.
Parecería que en estos casos el
legislador ha concedido mayor protección a
personas en ciertas y determinadas
situaciones en detrimento de otras
especialmente vulnerables en
similares situaciones, circunstancia que podría
ser cuestionable desde el punto de
vista de la violación al principio de
igualdad consagrado en el artículo
16 de la Constitución Nacional, como así
desde el principio de
proporcionalidad de las penas.
3.1.3. Sujetos del delito.
Respecto a los sujetos del delito,
hay que formular una distinción: si se trata
del homicidio de los ascendientes,
descendientes o cónyuge, estamos ante un
tipo especial de autor cualificado,
en el sentido de que sólo puede ser sujeto
activo del delito aquel que reúne la
condición requerida normativamente. En
estos casos, sujeto pasivo también
debe ser algunas de estas personas
(ascendiente, descendiente o
cónyuge). Si, en cambio, se tratara del homicidio
del ex cónyuge, de la pareja o del
conviviente, entonces estamos ante un delito
común de sujetos indiferenciados.
Tanto el autor como la víctima pueden ser
cualquier persona. Las situaciones
descriptas por el tipo (relación de pareja,
con o sin convivencia) no son situaciones
que requieran de una regulación
normativa, sino circunstancias
objetivas que determinan el plus de injusto que
justifica el incremento de la pena.
En cualquiera de las dos hipótesis
referidas, los sujetos son indiferentes al
sexo, vale decir, que pueden
pertenecer al sexo masculino o al sexo femenino
(hombre-mujer, hombre-hombre-,
mujer-mujer, mujer-hombre), circunstancia
que revela que esta clase de
homicidios no configuran delitos de género, sino
conductas neutrales en el que pueden
estar involucrados sujetos pertenecientes
a cualquiera de los dos sexos.
El tipo penal no requiere que la
muerte haya ocurrido en un contexto de
género (situación que tampoco puede
ser absolutamente descartable a los fines
típicos), sino que es suficiente con
que el resultado haya recaído en personas
unidas por alguno de los vínculos
(ascendientes, descendientes, cónyuge, ex
cónyuge) o relaciones expresamente
previstos en la fórmula legal (relación de
pareja o de convivencia). Vale decir
que, si la muerte se produce en un
contexto de género, y la víctima es
un varón, el hecho queda enmarcado en
este inciso, pero si la víctima es
mujer (y el autor un hombre), el delito se
traslada a la figura prevista en el
inciso 11 del mismo artículo.
La muerte del cónyuge o del ex cónyuge
o de la persona con quien se ha
mantenido una relación de pareja,
aun sin convivencia, puede ser alcanzada
por la agravante se haya o no cometido
en un contexto de género.
La fórmula es censurable. No se
trata, en rigor, de una hipótesis de
femicidio en sentido estricto, es
nada más que un homicidio agravado por el
vínculo –o relación- existente (o
que existió) entre el autor y la víctima.
Tampoco implica una normativa cuya
justificación sea una cuestión de género
o un caso de violencia contra la mujer,
razón por la cual puede ser motivo de
cuestionamientos por la gravedad de
la pena impuesta para los supuestos
previstos en la norma. En términos
de pena se equipara la muerte del padre o
de la madre a una persona con quien
se tuvo una relación de pareja, que pudo
haber sido de corta duración, aún
sin convivencia (repárese en el ejemplo del
novio o de la novia).
Por no tratarse de una cuestión
ligada a la violencia de género, cuya
especial caracterización la
distingue de cualquier otro tipo de violencia, no
parece que en las situaciones
previstas en el proyecto el agresor deba recibir
una respuesta penal más intensa que
otras de las que están previstas para otras
formas de violencia en el código
penal[11].
La norma es confusa, excesivamente
amplia, indeterminada y generadora
de inseguridad jurídica (piénsese en
los problemas de interpretación que
acarreará la expresión “relación de
pareja”), circunstancias que lesionan el
principio de legalidad por violación
del mandato de taxatividad penal que
exige la mayor precisión técnica
posible en la construcción de la figura típica[12].
Todo lo cual nos podría llevar a
preguntarnos ¿cuál es el fundamento que
justifica la mayor penalidad en los
casos de muerte del ex cónyuge o de una
persona con quien se ha tenido una
relación de pareja, equiparándolos a la
situación del cónyuge, del ascendiente
o del descendiente, situaciones en las
que se mantiene la relación vincular
y de vida en común entre el autor y la
víctima (parentesco o vínculo
matrimonial)?.
Con arreglo al texto legal, el
término “relación de pareja” –al no exigir
“convivencia”- (mediare o no
convivencia, dice la ley) debe ser entendido,
mínimamente, como una relación
meramente afectiva, que puede o no
presuponer convivencia o vida en
común. De manera que, de acuerdo a esta
interpretación, tendrá la misma pena
(prisión o reclusión perpetua) matar a la
esposa, a la concubina o a la novia,
toda vez que la relación de convivencia no
es exigible por el tipo penal en
cuestión, ni tampoco que la muerte se haya
producido en un contexto de género.
Tal conclusión genera nuevas
preguntas ¿se justifica racionalmente aplicar
el mayor castigo a situaciones tan
desiguales?; la mayor penalidad para la
muerte de la esposa (aun discutible
desde un punto de vista político criminal)
¿debe estar equiparada a la muerte
de la novia o del novio, con quien ni
siquiera se ha tenido una relación
de convivencia?, ¿qué argumentos pueden
resultar moderadamente plausibles
para equiparar la categoría “novia o novio”
a la de ascendiente, descendiente o
cónyuge?.
Seguramente, el principio de
igualdad ante la ley y una interpretación
restrictiva de la norma puedan
suministrarnos una equilibrada respuesta a la
hora en que deba resolverse la
cuestión judicialmente.
3.1.4. Tipo subjetivo.
El delito es doloso, de esto no hay
duda. El problema se presenta a la hora
de determinar la posibilidad de
concurrencia del tipo agravado mediando dolo
eventual.
En su versión original, la figura
requería un conocimiento asertivo acerca
del vínculo entre el autor y el
sujeto pasivo (“sabiendo que lo son”, decía la
ley). Se trataba de un conocimiento
cierto, en cuyo marco el error o la
ignorancia jugaban un rol
preponderante. Pero, este conocimiento tenía
relación con los vínculos previstos
en la norma, no con el resultado de la
acción (la muerte del sujeto), por
lo que, desde esta perspectiva, el dolo
eventual era admisible[13].
Ni antes ni ahora, el delito
requiere de algún elemento subjetivo del injusto
típico adicional distinto del dolo.
El nuevo precepto prescinde de la vieja
fórmula “sabiendo que lo son” que,
de algún modo, subjetivizaba el tipo,
aunque tal omisión no implica ningún
cambio significativo de interpretación
en el tipo subjetivo. El delito sigue
siendo doloso, resultando admisible el dolo
eventual con respecto al resultado,
no así las formas imprudentes.
El error sobre la existencia del
vínculo excluye el tipo agravado, al igual que
los casos de aberratio ictus (se
quiere matar a un sujeto unido vincular o
relacionalmente con el autor, pero
se desvía la acción y se da muerte a un
tercero no unido vincular o
relacionalmente con el agente). El error in
personam (creyendo matar a un
ascendiente, se mata a un descendiente), en
cambio, no modifica el título de
imputación, igualmente concurre el tipo
agravado. Ahora bien, la situación
cambia cuando se cree matar a la novia o al
novio y se mata a una persona
anónima, distinta. En estos casos, creemos que
la imputación debería ser a título
de homicidio simple, no de homicidio
agravado, porque no concurre la
situación objetiva requerida normativamente
(relación parental, matrimonial o de
pareja).
3.1.5. Consumación y tentativa.
Tratándose de un delito de resultado
material, la consumación coincide con
la muerte del sujeto pasivo, sin
importar que ella haya acaecido o no en un
contexto de género o en el ámbito de
una relación familiar. Basta con que
concurran en el caso concreto los
vínculos y relaciones establecidas
normativamente, para que la muerte
del sujeto pasivo conduzca a la agravante.
La tentativa es admisible.
3.1.6. La pena
Los delitos previstos en el artículo
80 del código penal tienen, todos ellos,
establecida una pena fija de
“reclusión o prisión perpetua, pudiendo aplicarse
lo establecido en el art. 52”. Esto
no ha cambiado.
Un problema que no ha sido superado
o no ha sido tenido en cuenta por la
reforma es el relativo a aquellas
opiniones (doctrinales y jurisprudenciales)
que sostienen la
inconstitucionalidad, en algunos casos de la pena de prisión
perpetua[14],
y en otros la inconstitucionalidad de la pena de reclusión por
tiempo indeterminado prevista en el
art. 52 [15],
circunstancia que implica un
serio inconveniente para quienes
consideran que los delitos de género (en
especial, el femicidio), deben ser
pasibles de estas clases de penas fijas, las
que estarían justificadas,
precisamente, en la perspectiva de género que les
sirve de fundamento (subordinación,
relación desigual de poder entre el
hombre y la mujer, etc.).
Con otros términos, la declaración
de inconstitucionalidad de estas especies
de pena reconduciría la cuestión a
la aplicación de la escala punitiva prevista
para el homicidio simple (de 8 a 25
años de prisión), con lo cual se produciría
el efecto contrario al esperado por
el legislador: la aplicación de la mayor
penalidad para esta clase de
delitos.
3.1.7. Circunstancias extraordinarias de atenuación.
El último párrafo del artículo 80
establece que: Cuando en el caso del inciso
1 de este artículo, mediaren
circunstancias extraordinarias de atenuación, el
juez podrá aplicar prisión o reclusión
de ocho a veinticinco años. Esto no
será aplicable a quien anteriormente
hubiera realizado actos de violencia
contra la mujer víctima”.
En lo que respecta a las
“circunstancias extraordinarias de atenuación”,
como fórmula atenuada para los casos
de homicidios de parientes o de la
pareja –en los términos del inc.1
del art.80-, no resultarán de aplicación
cuando el homicidio se hubiere
cometido en un contexto de violencia de
género. Pero, siempre que en dicho
ámbito la muerte haya recaído en una
persona del sexo femenino.
Si la muerte se produjere sobre una
persona del sexo masculino, pueden
resultar aplicables las
circunstancias extraordinarias de atenuación sin ningún
tipo de limitaciones. Por lo tanto,
la regla beneficia a la mujer, no al hombre
víctima del mismo delito.
Varios problemas podrían presentarse
a la hora de aplicar esta
circunstancia atenuadora de la pena.
Un primer problema se avizora en
aquellos casos en los que la víctima es
una persona del sexo masculino pero
“autopercibida del género femenino”.
¿Funcionaría en este supuesto la
restricción de la fórmula, que exige que la
Victima sea una “mujer”, en sentido
biológico, o también debería aplicarse en
aquellas hipótesis en las que el
sujeto pasivo es un hombre pero autopercibido
con identidad de género femenino, en
los términos de la Ley N° 26.743.
Creemos que ésta última es la
respuesta correcta, ya que si el legislador
hubiera pretendido que también
queden comprendidas las personas aludidas
en la Ley N° 26.743 de Identidad de
Género, entonces lo hubiera establecido
en forma expresa, como se hizo en el
artículo 80 bis que preveía el proyecto
de Senadores y cuyo comentario
haremos más adelante.
Otro problema que plantea el
precepto se refiere a la expresión “…a quien
anteriormente hubiera realizado
actos de violencia contra la mujer víctima”
La fórmula no es afortunada. ¿Cómo y
qué debe entenderse por la voz
“anteriormente?, ¿un acto de
agresión, dos, tres, cuatro…, una orientación,
una conducta dirigida hacia un fin
determinado, una inclinación?, ¿se requiere
que él o los actos de violencia
anterior hayan sido declarados en una previa
sentencia judicial o es suficiente
con la prueba de la violencia precedente o del
ambiente en donde es probable que se
presente, acreditada en el proceso con
arreglo al principio de libertad
probatoria?, ¿se trata de una apreciación
automática de una conducta
reiterativa o debe demostrarse la situación de
persistencia contextual de la
violencia por el hecho de la relación o
convivencia entre el agresor y la
víctima?, ¿debe tratarse de un
comportamiento sistemático o también
tienen relevancia dogmática y
probatoria las conductas violentas
esporádicas y sin solución de continuidad?,
¿la expresión “anteriormente”
implica reincidencia, habitualidad, reiteración
de actos en el tiempo y que ello sea
declarado, como dijimos, en una previa
sentencia judicial?.
No lo sabemos. Sólo se puede saber
de las dificultades que se ponen de
relieve en la interpretación de la
nueva regulación, ya que, si nos decantamos
por un sistema de pluralidad de
actos y algunos de estos han sido ya materia
de juzgamiento anterior, se podría
infringir el principio ne bis in idem,
mientras que si se deja la solución
en manos del juez –como parece ser la idea
del legislador en este supuesto-,
entonces se puede afectar el principio de la
presunción de inocencia del agresor
(por ej. si el acusado niega la violencia y
sólo existe la prueba de los dichos
de la víctima) en desmedro del principio in
dubio pro reo haciendo prevalecer el
apotegma in dubio pro víctima. En todo
caso, será el Ministerio Público el
que tenga a su cargo la prueba de la
violencia anterior, si lo que se
persigue es evitar la aplicabilidad de la
circunstancia atenuante.
Al no especificar la fórmula legal
lo que debe entenderse por el vocablo
“anteriormente”, deja en manos del
juez un margen peligroso de
discrecionalidad que puede erosionar
la seguridad jurídica. Tal vez, una
interpretación restrictiva del
precepto encarrile la cuestión y evite una lesión al
principio de taxatividad que debe
regir en materia penal.
Un análisis literal del texto legal
nos da la idea de que el legislador se ha
decantado por un sistema numérico de
actos de violencia, al exigir que el autor
anteriormente hubiera realizado
“actos de violencia” (en plural), lo cual nos
indica que deben concurrir tres
actos de violencia, como mínimo, para
descartar la atenuante: un acto
violento, el actual y los otros dos, anteriores.
Entonces, la locución
“anteriormente” (¿anterior a qué?) debe ser entendida
como “anterior al episodio de
violencia actual”, el que es motivo de
juzgamiento, pero como el precepto
expresa “hubiera realizado actos de
violencia”, en plural,
necesariamente los actos de violencia anteriores deben
ser dos como mínimo, o más, pero no
menos, a los que se les debe sumar el
acto de agresión actual, el cual
siempre habrá de concurrir porque el tipo penal
requiere como resultado la muerte de
la víctima, que es el acto de violencia
por antonomasia.
En conclusión y con independencia de
los defectos técnicos apuntados, la
atenuación de la pena no será de
aplicación cuando la “mujer víctima” haya
sido objeto de actos de violencia
“anterior” por parte del agresor, en un
contexto que puede o no ser de
género, pero que han sido desplegados con
anterioridad a su asesinato.
Cuando la ley hace referencia a la
mujer víctima, está aludiendo al sujeto
pasivo del delito previsto en el
inciso 1° del artículo 80, no a cualquier mujer,
sino sólo a aquella que está o ha
estado unida vincular o relacionalmente con
el agresor. Vale decir, que la mujer
víctima debe reunir la cualidad específica
exigida normativamente (ascendiente,
descendiente, cónyuge o ex cónyuge) o
mantener o haber mantenido con el
autor de las violencias una relación de
pareja, con o sin convivencia.
Por último, cabe destacar que la
disposición no resulta aplicable en aquellos
casos en los que se da muerte a una
persona del sexo masculino caracterizada
en los términos de la Ley N° 26.743
de Identidad de Género (autopercepción
femenina).
Ahora bien, ¿qué sucedería si se da
el caso inverso?, esto es, que la víctima
del delito sea una mujer en sentido
biológico pero hombre en sentido formal o
normativo, ¿será de aplicación la
circunstancia atenuadora de la pena?.
Creemos que en estos casos
corresponde aplicar las circunstancias
extraordinarias de atenuación, por
cuanto la víctima –aun habiendo realizado
la modificación registral de su
sexo-, continúa siendo una mujer en sentido
biológico, que es la cualificación
que ha tenido en cuenta el legislador para la
aplicación de la atenuante. La
cuestión debe resolverse desde una perspectiva
naturalística no formal o normativa.
Las diversas cuestiones conflictivas
a que da lugar el precepto pueden
determinar -tomando prestadas
palabras de Muñoz Conde- que las reformas
tengan un valor puramente simbólico,
de gran éxito para los grupos políticos
que las propugnan y de escasa
rentabilidad práctica[16].
3.2. Homicidio agravado por odio
El delito consiste en matar a otro
(por odio)…de género o a la orientación
sexual, identidad de género o su
expresión.
Este tipo de homicidio se
caracteriza por el móvil del autor, que es el odio o
la aversión que siente por la
víctima, por su condición de pertenecer a un
determinado género (masculino o
femenino), por su orientación sexual (por
ser heterosexual, homosexual,
bisexual), por identidad de género (por sentirse
de un sexo distinto al que se posee
biológicamente, esto es, por ser y querer
ser distinto a lo que se es).
Tratándose el concepto “identidad de
género” de un elemento normativo del
tipo, extrapenal, habrá que tener en
cuenta en la integración del tipo penal la
definición de la Ley N° 26.743 de
Identidad de Género[17].
Esta última
motivación –identidad de género-
incluye el odio a la persona por su cambio
de sexo o por tener modales, forma
de hablar o vestimenta del sexo opuesto[18].
El agresor no mata porque con ello persiga
algún fin determinado; por lo
general, lo hará por odio al género
humano, constituido por los sexos
masculino y femenino, sea por las
diferencias o desigualdades que ello implica
o bien por “misoginia”[19],
esto es, por desprecio a la víctima porque es del
sexo femenino.
Subjetivamente, el delito es doloso,
de dolo directo. Para algunos autores,
estos delitos se caracterizan por
contener en el tipo subjetivo elemento
subjetivos del ánimo, que aluden a
la actitud o ánimo del autor en el momento
de cometer el hecho. En puridad, se
trata de delitos subjetivamente
configurados, de resultado cortado, portadores
de elementos subjetivos del
tipo que se añaden al dolo propio de
todo homicidio[20].
La fórmula, en cierta medida, no es
del todo satisfactoria. A poco de ver se
aprecia que el legislador ha
recurrido a expresiones (como género, identidad
de género, etc.) que, desde la
interpretación de la lengua castellana pueden
generar equívocos y confusiones a la
hora en que deba aplicarse el tipo penal[21].
Tal vez hubiera sido más conveniente usar la expresión “por odio a una
mujer o a una persona que se autoperciba
femenina”, en armonía con la propia
Ley N° 26.743 y con los instrumentos
internacionales sobre derechos
humanos en vigor en Argentina.
3.3. Femicidio.
3.1.1. Aportes conceptuales.-
El término femicidio (o feminicidio,
según algunas opiniones) tiene su
origen en estudios realizados por
movimientos feministas anglosajones que
introdujeron el concepto en los años
90 del siglo pasado, para denominar el
“asesinato de una mujer”.
Precisamente una mujer, Diana
Russel, usó por primera vez la expresión
femicide en el Tribunal
Internacional sobre Crímenes contra las Mujeres
celebrado en Bruselas, en 1976.
Posteriormente, junto a otra mujer, Jane
Caputi, hizo conocer el término en
un artículo publicado en la revista “Miss”,
titulado “Speaking the Unspeakable”
(hablando sobre algo que no se puede
hablar, 1990), definiendo el
femicidio como el asesinato de mujeres realizado
por hombres motivado por odio,
desprecio, placer o un sentido de propiedad
de las mujeres. Más adelante, en
1992, la misma Diana Russell, pero esta vez
con Jill Radford, definió el
femicidio como “el asesinato misógino de mujeres
cometido por hombres”.
No existe acuerdo respecto a cuál de
los términos, “femicidio” o
“feminicidio”, es el más apropiado o
interpreta mejor desde el punto de vista
definitorio el asesinato de mujeres
en un contexto de género.
El uso indistinto de estos términos
no significa, simplemente –claro está-
dos formas diferentes del uso del
lenguaje respecto del mismo fenómeno, sino
en dos formas de manifestación de
una expresión criminal que, aun cuando
tengan aspectos en común –el
asesinato de una mujer- implican dos realidades
diferentes o dos formas distintas de
afirmación de la violencia sexista.
Para alguna doctrina, la palabra
femicidio sólo significa al acto de dar
muerte una mujer y no está muy
alejada de lo que implica cualquier
homicidio, vale decir que, en rigor,
femicidio –según esta postura- no sería
más que un término equivalente al
homicidio, en tanto que la expresión
feminicidio permitiría incluir la
motivación basada en el género o misoginia.
Otras autoras agregan como elemento
del feminicidio la impunidad (de hecho)
o inacción estatal frente a los
crímenes, enfatizando la responsabilidad del
Estado en ellos, o extienden su uso
a agresiones que no necesariamente
provocan la muerte de las víctimas
(Lagarde).
El relevamiento de la doctrina e
investigaciones efectuadas sobre el
homicidio de mujeres en
Latinoamérica, nos permite desarrollar la idea de
que, tanto uno como otro término
–pese a manifestarse en realidades
diferentes-, en definitiva terminan
en cierta forma coincidiendo en una suerte
de sinonimia conceptual, la cual, si
bien no es absoluta, sí presenta ciertos
puntos de contacto que, en todos los
casos, confluyen en una cuestión de
género: el empleo de violencia
contra la mujer.
El uso de los conceptos femicidio o
feminicidio, en diversos países de la
región y dotados de diversos
contenidos -se tiene dicho-, parece ser
consustancial tanto a la diversidad
de problemáticas que subyacen en cada
país, como a la riqueza de la
discusión teórica y política al respecto. A partir
de ello, no parece necesario ni
conveniente validar, en términos generales, el
uso de una expresión u otra, sino
más bien reconocer que su uso político posee
distintos énfasis. En este sentido,
sí resulta de interés constatar que el
elemento impunidad, que ha sido
entendido como consustancial al concepto
de feminicidio, difícilmente pueda
ser incluido en un tipo penal cuyo objetivo
es precisamente acabar con ella. En
cualquier caso, los nuevos tipos penales
tienden a tomar los conceptos ya
usados en el país de que se trate, aunque es
posible constatar una preferencia
por el concepto femicidio para evitar la
alusión teórica a la impunidad,
incompatible con un verdadero Estado de
Derecho[22].
Cualquiera sea el término que se
utilice para designar la muerte de una
mujer en un determinado contexto, lo
cierto es que no se puede aceptar, ni
resulta apropiada a los fines
penales, una noción de femicidio demasiado
amplia que identifique el fenómeno
con muertes de mujeres ocurridas al
margen de un contexto de género
específicamente, como por ejemplo las
muertes provocadas por abortos, por
problemas de salud, la mortalidad
materna evitable, la muerte por
desnutrición selectiva de género, etc., en que
se fundamentan algunas opiniones.
El femicidio implica la muerte de
una mujer en un contexto de género. No
es femicidio una manifestación de
violencia, de cualquier intensidad, por el
solo hecho de haber sido perpetrada
contra una mujer. En todo caso, serán
conductas encuadrables en la figuras
neutras de lesiones, amenazas,
homicidio, etc., según el resultado
causado y que están previstas de antemano
en el código penal.
El femicidio se caracteriza por la
presencia de una víctima mujer
vulnerable, que es el elemento
determinante del mayor contenido de injusto
del hecho típico. Se trata, siempre
y en todos los casos, de una cuestión de
género.
El femicidio es un fenómeno
atemporal, global y complejo, cuyo concepto
–como se tiene dicho- es útil porque
indica el carácter social y generalizado de
la violencia basada en la inequidad
de género. Se caracteriza como una forma
extrema de violencia contra las
mujeres, consistente en dar muerte a una mujer
por su mera condición de tal. Todo
femicidio tiene un componente de género
que particulariza su propia
definición y del que no se puede prescindir. No se
trata del homicidio de cualquier
mujer, sino de una mujer por el hecho de
serlo. Por lo tanto, el femicidio
implica, en todo caso y como antes se dijo, una
cuestión de género.
En esta línea conceptual, entonces,
se puede definir el femicidio como la
muerte de una mujer en un contexto
de género, por su pertenencia al género
femenino (porque es una mujer).
En los primeros tiempos de vigencia
del código penal, la “penalización” no
estaba orientada hacia una
protección especial de las mujeres ni a sancionar la
violencia contra ellas; en todo
caso, el castigo estaba dirigido a la violencia
familiar o intrafamiliar, vale
decir, a la que se llevaba a cabo en un entorno
privado, mediante figuras de escasa
entidad lesiva y en el marco de un derecho
construido sobre la base de una
neutralidad de género, en el que también podía
ser sujeto pasivo el hombre. Eran
los tiempos de la “mujer honesta”, no de la
“mujer vulnerable”.
En Argentina, contrariamente a lo
ocurrido en otros países, no se discutió el
problema, sencillamente porque no
existía. La mujer y sus derechos no eran
objeto de debate. La respuesta penal
a estos problemas aparece muchas
décadas después de la sanción del
código penal, algunas veces con tímidas y
poco afortunadas reformas, como por
ej. la de la Ley N° 23.077 (1984), que
incrementó la pena del secuestro (de
10 a 25 años de prisión o reclusión)
cuando la víctima fuera una mujer,
disposición que, por las críticas de la
doctrina fue modificada por la Ley
N° 25.742 de 2003, que agregó al
sustantivo “mujer” el adjetivo
“mujer embarazada”.
La reforma, por el contrario, de la
ley 25.087 de 1999 de los delitos
sexuales, por la que se modificaron
ciertos paradigmas que estaban
impregnados por el mundo masculino,
por ej. la eliminación de la
“honestidad” como bien jurídico
tutelado, la supresión del concepto “mujer
honesta” en el estupro, la
modificación del delito de rufianería, etc., constituyó
un hito que implicó una
revalorización del rol de la mujer en la agenda
punitiva.
Tal vez un avance en esta materia
también se pueda observar con la
sanción de la Ley N° 24.270 de 1993,
sobre Impedimentos de Contacto de
Menores de Edad con sus Padres no
Convivientes, por la que se reprime al
“padre” o al tercero que,
ilegalmente, impidiere u obstruyere el contacto de
menores de edad con su padres no
convivientes. Esta ley, en rigor de verdad,
no es una ley que haya tenido en
cuenta la violencia contra la mujer, no se
trata de una ley de género, sino más
bien una legislación que ha privilegiado
un interés diferente, orientado
hacia los padres que ven frustrados sus
derechos a mantener una fluida
relación comunicativa con sus hijos[23].
La
normativa no ha tenido los
resultados esperados.
La sanción de leyes y la
ratificación de tratados internacionales, como la
Ley N° 26.485, de Protección
Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la
Violencia contra las Mujeres en los
Ámbitos en que Desarrollen sus
Relaciones Interpersonales, en 2009,
junto a la incorporación de la
Convención sobre Eliminación de
Todas las Formas de Discriminación contra
la Mujer, a la Constitución Nacional
(art.75.22 CN), en 1994, conforma un
bloque normativo de singular importancia
en materia de violencia de género,
que han puesto de manifiesto el
interés del Estado en la erradicación de la
violencia contra la mujer[24].
Pero, no es suficiente. El derecho
internacional de los Derechos Humanos en
Argentina, compuesto, precisamente,
por el bloque de constitucionalidad antes
referido y la Convención de Belém do
Pará de 1994, compromete a los
Estados Parte a adoptar todas las
medias adecuadas, incluso legislativas, para
asegurar la plena vigencia de los
derechos humanos y, desde tal perspectiva,
enfrentar el fenómeno de violencia
contra la mujer. Por lo tanto, un Estado
que no prevenga, investigue o
sancione con la debida diligencia el femicidio,
ya sea que se cometa en la esfera
pública o privada, incumple con su
obligación de garantizar el derecho
a la vida de las mujeres[25].
El femicidio –como ejemplo de
violencia extrema contra la mujer- no es
sólo, ciertamente, un problema
jurídico, sino que importa un problema que va
asociado a conflictos de distinto
signo, políticos, sociales, económicos,
geográficos, etc., motivo por el
cual debe figurar en la página central de la
agenda del Estado. De otro modo –aun
cuando Argentina, como tenemos
dicho insistentemente, ratificó la
Convención de Belém do Pará-, el
instrumento internacional no será
más que un montículo de letra muerta, como
cientos de mujeres que
cotidianamente son víctimas de la violencia de género.
El femicidio no es un homicidio,
simplemente, porque haya resultado la
muerte de una persona, sino el
homicidio de una mujer por su pertenencia a un
género determinado. Porque se es
mujer. Y porque el autor del delito siempre
es un hombre. No se trata de una
figura neutral sino de una categoría jurídica
distinta y con características
distintas que se diferencia de los tradicionales
delitos contra la vida o contra la
integridad corporal. El femicidio es una
epidemia que invade todos los
estratos de la sociedad, aun cuando su nivel de
frecuencia se manifieste con mayor
intensidad en sectores de menores
recursos y en ámbitos y regiones en
los que tiene mayor desarrollo operacional
el crimen organizado y el
narcotráfico (por ej. México).
No puede dejar de reconocerse que el
código penal “es” la respuesta
punitiva más fuerte y poderosa que
puede utilizarse para enfrentar el
fenómeno, ni tampoco que debiera ser
totalmente descartable una política no
punitiva para esta clase de
violencia, por cuanto ya existen figuras en el
código penal que pueden ser
aplicables a estos casos, por ej. el delito de
parricidio. Un discurso en
cualquiera de estas direcciones puede (y debe) ser
atendible.
Pero, lo que no parece negociable es
que, si se opta por una política punitiva
–como se ha hecho en Argentina-, no
se instrumente –al mismo tiempo- una
política de Estado, multisectorial,
que abarque todos los sectores (nacionales,
provinciales y municipales), en
todas las áreas (de prevención, institucional,
educativa, laboral, económica,
etc.), que acompañe la reforma penal en la
lucha contra la violencia de género.
De otro modo, creemos que se caerá, de
nuevo, en un rotundo fracaso. Más
derecho penal simbólico y más
deslegitimación del derecho penal.
En todo caso, ya que el derecho penal no
cumple su función instrumental de
evitar los delitos, lo único que se le puede
exigir al derecho penal es que
cumpla la función simbólica: que envíe el
mensaje a la sociedad de que dichas
conductas son delitos y que no deben ser
toleradas[26].
3.3.2. El bien jurídico protegido.
Con respecto al bien jurídico
protegido en esta hipótesis, debemos
convenir en que, por su
incorporación al Título I –Delitos contra las personas-,
Capítulo I –Delitos contra la vida-,
del código penal, el bien jurídico tutelado
es la vida misma (en sentido
físico-biológico) de la mujer víctima del delito.
No se trata, como es de suponer, de
un bien jurídico distinto por el hecho de
que la muerte de la mujer se haya
producido en un contexto de violencia de
género. En esta modalidad de
femicidio que regula la nueva ley, se está ante
un tipo de homicidio especialmente
agravado por la condición del sujeto
pasivo y por su comisión en un
contexto ambiental determinado, pero ello no
quiere decir que estemos ante un
delito pluriofensivo que por tal circunstancia
merezca una pena más severa.
El femicidio es, técnicamente, un
homicidio y, por lo tanto, aun cuando
sólo el hombre pueda ser su autor y
sólo una mujer la víctima, el bien jurídico
protegido sigue siendo la vida de
ésta, como en cualquier homicidio.
El fundamento de la mayor penalidad
debemos buscarlo, como decíamos,
en la condición del sujeto pasivo y
en las circunstancias especiales de su
comisión: violencia ejercida en un
contexto de género. De aquí que el
asesinato de cualquier mujer, en cualquier
circunstancia, no implica siempre y
en todo caso femicidio, sino sólo
aquélla muerte provocada en un ámbito
situacional específico, que es aquél
en el que existe una situación de
subordinación y sometimiento de la
mujer hacia el varón, basada en una
relación desigual de poder. Sólo
desde esta perspectiva, merced a este
componente adicional que acompaña a
la conducta típica (plus del tipo de
injusto: la relación desigual de
poder) se puede justificar la agravación de la
pena cuando el autor del homicidio
es un hombre y la víctima una mujer. De
otro modo, se estaría concediendo
mayor valor a la vida de una mujer que a la
de un hombre, en iguales
circunstancias, lo cual pondría de manifiesto un
difícil e insalvable conflicto de
constitucionalidad.
3.3.3. Tipo objetivo. La acción típica.
Con arreglo al texto del proyecto,
el delito consiste en matar a una mujer
cuando el hecho sea perpetrado por
un hombre y mediare violencia de
género.
Con esta redacción, el legislador ha
incorporado al derecho positivo el delito
de femicidio, esto es, la muerte de
una mujer por su condición de tal (por ser
una mujer), agregándole al concepto
tradicional el “contexto de género”
Se trata de un tipo agravado de
homicidio, especial impropio, cualificado
por el género del autor, cuya
perfección típica exige la concurrencia de las
siguientes condiciones:
a) Que el autor del homicidio sea un
hombre.
b) Que la víctima sea una mujer.
c) Que el agresor haya matado a la
víctima “por ser mujer” (pertenencia al
género femenino), y
d) Que el asesinato se haya
perpetrado en un contexto de violencia de
género.
3.3.4. Sujetos del delito.
Sujeto activo sólo puede ser un
hombre, mientras que sujeto pasivo sólo
puede ser una mujer. No se trata de
un tipo penal de titularidad indiferenciada,
sino de una figura cualificada por
la condición de los sujetos.
Si el asesinato ocurriera en el
marco de una relación conyugal o de pareja,
el delito no se multiplica pero, en
todo caso, sólo podrá configurar femicidio si
la muerte se produce, objetivamente,
en el marco de un contexto de género y,
subjetivamente, por pertenecer el
sujeto pasivo al género femenino. De no
darse estas exigencias, la conducta
debe ser reconducida hacia el homicidio
agravado por el vínculo parental o
por la relación con la víctima.
La nueva formulación penal tiene dos
aspectos que deben destacarse: por
un lado, implica una hiperprotección
de la mujer, con exclusión del varón,
exclusivamente en el marco de una
relación heterosexual, circunstancia que
podría generar algún planteo de
inconstitucionalidad por violación del
principio de igualdad establecido en
el artículo 16 de la Constitución nacional,
ya que no solamente se aprecia un
diferente tratamiento punitivo en torno de
los sujetos del delito ( la pena es
más grave cuando el sujeto pasivo es mujer y
es menos grave cuando el sujeto
pasivo es hombre y resulta víctima de la
agresión de una mujer) sino también
en el homicidio perpetrado en el ámbito
de una relación homosexual
(hombre-hombre, mujer-mujer); y por otro lado,
exhibe un marco punitivo de gran
severidad para aquellos hechos de violencia
que involucran una cuestión de
género y no así en circunstancias en que no
existe de por medio un contexto de
tal naturaleza.
Un problema que seguramente se
podría plantear con esta novedosa figura
reside en que, además del desvalor
de resultado (muerte de la mujer), el tipo
penal exige que ése resultado se
haya producido en un contexto de género,
esto es, en un ámbito específico en
el que, como dijimos, existe una situación
de subordinación y sometimiento de
la mujer por el varón, basada en una
relación desigual de poder[27],
circunstancias que deberán integrar el tipo
objetivo del delito y,
consecuentemente, ser sometidas a las reglas de la
prueba en el respectivo proceso
judicial.
El concepto de “violencia de género”, que es
un elemento normativo del
tipo, extralegal, no hay que
buscarlo en el código penal sino –como tenemos
dicho- en la Ley N° 26.485 de
Protección Integral para Prevenir, Sancionar y
Erradicar la Violencia contra las
Mujeres en los Ámbitos en que Desarrollen
sus Relaciones Interpersonales, cuyo
artículo 4° define a la violencia contra
la mujer como “toda conducta, acción
u omisión, que de manera directa o
indirecta, tanto en el ámbito
público como en el privado, basada en una
relación desigual de poder, afecte
su vida, libertad, dignidad, integridad
física, psicológica, sexual,
económica o patrimonial, como así también su
seguridad personal. Quedan
comprendidas las perpetradas desde el Estado o
por sus agentes. Se considera
violencia indirecta, a los efectos de la presente
ley, toda conducta, acción omisión,
disposición, criterio o práctica
discriminatoria que ponga a la mujer
en desventaja con respecto al varón”[28].
Se trata de un concepto normativo,
extralegal, del cual el juez no puede
apartarse. El concepto de violencia
de género (o violencia contra la mujer) no
puede ser sometido a una
interpretación judicial libre ni puede ser creado
judicialmente; está en la ley y sólo
la ley dice lo qué es violencia de género.
Con otras palabras, violencia de
género es lo que la ley dice qué es.
Este delito, por tratarse de una
infracción portadora de un elemento
normativo, configura un tipo
incompleto que se convierte en un tipo
normativo abierto que debe ser
cerrado, integrado, por el intérprete,
circunstancia que genera, por tal
motivo, un problema de inseguridad jurídica
que pone en peligro la función de
garantía del tipo, precisamente, por la
remisión que debe hacer el
intérprete para completarlo, pues debe remitirse a
una regla jurídica cuya denominación
no coincide con la requerida por el
precepto penal. El artículo en
cuestión alude a la expresión “violencia de
género”, mientras que la Ley de
Protección Integral –dispositivo al que
entendemos hay que remitirse- habla
de “violencia contra la mujer”.
Con otros términos, el tipo de
femicidio exige que el resultado se produzca
“mediando violencia de género” -no
dice “violencia contra la mujer”-, y la
palabra género, como sabemos, es una
expresión que puede conducir a
equívocos lingüísticos, circunstancia
que produce, como dijimos, un real
peligro a la seguridad jurídica y,
consecuentemente, a la función de garantía
del tipo penal, en suma, al
principio de legalidad.
Por esta razón y sin que ello
importe una interpretación excesiva-extensiva
del elemento normativo –lo cual
también podría poner en peligro el principio
de legalidad-, creemos que una
razonable exégesis del elemento “violencia de
género” nos lleva a la conclusión de
que debe ser entendido como equivalente
al concepto “violencia contra la
mujer” que define la Ley N° 26.485 de
Protección Integral que, aunque no
se trate de cláusulas gramaticalmente
iguales, tienen un mismo significado
(como vimos en páginas anteriores), con
lo cual el tipo penal quedaría
completado, integrado, con la interpretación
normativa, por remisión a la regla
legal correspondiente. De este modo, no se
estaría creando una nueva figura
típica sino integrando una ya existente, ni se
pondría en riesgo el principio de
taxatividad penal[29].
Por otro lado, no queda claro en el
texto legal (porque nada se dice al
respecto), si es suficiente con un
resultado (muerte de la víctima) en un
contexto de género o, además, debe
haber existido entre agresor y víctima
alguna relación de convivencia o de
pareja, en la que se haya puesto de
manifiesto, precisamente, esa
cuestión de género, por cuanto –como antes ya
se explicó- toda cuestión de género involucra
una pluralidad de situaciones
que se enmarcan en una esfera de
poder, dominación y subordinación de un
género (en este caso, la mujer)
respecto de otro (el hombre).
A tenor de la norma en cuestión, no
tiene el mismo tratamiento dogmático
la muerte de cualquier mujer que la
muerte de una mujer por su pertenencia al
género femenino, discriminación que
puede generar reclamos de
inconstitucionalidad de la
normativa, como ya se articuló en su día por la
doctrina española respecto de la Ley
Orgánica N° 1/2004 de Protección
Integral contra la Violencia de
Género[30].
Si partimos de la base de que el
femicidio consiste en dar muerte a una
mujer por su condición de tal, en un
contexto de violencia de género (sentido
estricto del término), debemos
convenir que el artículo aprobado en Diputados
y convertido en ley excede el
estrecho margen definitorio que concede el
concepto tradicional del fenómeno.
Con otros términos, se puede decir
que la señalada reforma incluye
conductas que se podrían enmarcar en
un concepto amplio (tal vez excesivo)
de femicidio, esto es, un concepto
abarcativo de diversas situaciones que, aun
cuando todas ellas convergen en la
muerte del sujeto pasivo, tienen su origen
en causas de distinto signo, por ej.
causas normativas (cónyuge, ex cónyuge),
fácticas (relación de pareja),
razones de género (mujer) o discriminatorias
(orientación sexual), misoginia (aversión
u odio a las mujeres), subjetivas
(propósito de causar sufrimiento),
etc. Pero, la diferencia entre estas figuras y
el delito de femicidio en sentido
estricto, reside en que lo que importa a este
tipo penal no son las diversas
situaciones o vínculos referidos, valorados
aisladamente, sino el que tales
situaciones o vínculos se manifiesten en un
contexto de género.
Vale decir, que las distintas clases
de agravantes incorporadas al artículo 80
por la reforma no configuran,
estrictamente, diversos tipos de femicidio, aun
cuando la muerte del sujeto pasivo
se de en un contexto de género, ya que
también está prevista la muerte de
una persona perteneciente al sexo
masculino. De aquí que se pueda
afirmar que no toda violencia de género es
violencia contra la mujer, porque
también el género involucra al sexo opuesto.
Puede tratarse de un homicidio de
género (por ej. la muerte del cónyuge
mujer), pero no por ello es un caso
de femicidio. El femicidio –volvemos a
insistir- implica siempre la muerte
de una mujer, por el hecho de ser mujer
(por su pertenencia al sexo femenino),
en un contexto de género.
Si hablamos de femicidio, entonces
estamos hablando de un fenómeno que
exige la concurrencia de los
elementos señalados anteriormente. De lo
contrario, aunque la víctima fuera
una mujer, el hecho no pasará de ser un
homicidio, en los términos de los
artículos 79 u 80 del código penal.
La reforma penal en cuestión
evidencia, por un lado, la tipificación del
llamado femicidio íntimo o vincular,
esto es, el asesinato de sujetos con los
que la víctima tenía una relación
íntima, familiar, de convivencia, etc.,
dejando al margen de la fórmula las
otras clases de femicidio conocidos
tradicionalmente por la doctrina,
femicidio no íntimo (asesinato de sujetos con
los que la víctima no tenía las
relaciones antes señaladas) y el femicidio por
conexión (asesinato de sujetos que
se encontraban en la “línea de fuego” de un
hombre tratando de matar a una
mujer, por ej. por intervenir en defensa de la
víctima o porque simplemente se
hallaba en el radio de acción de autor), y por
otro lado, la de configurar un
instrumento peligroso por su excesiva amplitud
e indeterminación en la redacción de
los tipos penales, aspectos que
acarrearán, de seguro, difíciles y
complejos problemas de interpretación y
aplicación en la praxis, en
particular, en el ámbito de las relaciones
concursales. En cada caso se tendrá
que analizar la concurrencia de la
perspectiva de género, de lo
contrario la muerte de la víctima no saldrá de los
límites del homicidio simple, o
agravado por otras de las circunstancias
previstas en el digesto punitivo.
Por último, se puede destacar que la
reforma, a simple vista, no hace
ninguna distinción entre resultados
causados por “violencia de género o contra
las mujeres”, por “violencia
doméstica o familiar” o por violencia contra
otros sujetos “por su condición de
género”, que constituyen situaciones
diferentes y no intercambiables, lo
cual puede generar alguna confusión entre
los casos de femicidio clásico y
aquellos otros casos de agresión con resultado
muerte que, en rigor de verdad, no
constituyen situaciones que puedan
enmarcarse en casos de violencia de
género. No implica lo mismo,
ciertamente y como con insistencia
venimos afirmando, el homicidio de una
mujer que el de una mujer en un
contexto de género.
Dos cuestiones más merecen especial
atención: una, preguntarse si la ley
sólo hace referencia al tipo de
femicidio en su concepción tradicional, esto es,
a los casos de muertes en los que la
víctima es una mujer y ha sido asesinada
por su condición de tal en un
contexto de género o si, por el contrario,
también quedan abarcados por la
norma otros tipos de homicidios en los que
el género de la víctima resulta
indiferente.
Si apelamos al debate en las
sesiones de las Comisiones de la Cámara de
Diputados la sesión de Diputados,
deberíamos admitir que se ha optado por
una concepción ampliada de femicidio
“de la mujer”, vale decir, por una
normativa tendiente a sancionar
aquellos casos en los que la víctima es una
mujer (pertenencia al sexo
femenino), en un contexto de violencia de género,
independientemente de la motivación
que pudiere haber tenido el sujeto activo
para ocasionar la muerte. La otra
cuestión que también preocupa en este
proyecto nos lleva a preguntarnos si
la recientemente sancionada Ley N°
26.743 de Identidad de Género, cuyos
preceptos autorizan a cualquier persona
la rectificación del sexo, el nombre
y la imagen que pudiere tener en los
registros públicos, cuando no
coincidan con su identidad de género
autopercibido, tendrá alguna
incidencia en la interpretación de los nuevos
tipos penales.
En esta dirección, entonces, debemos
preguntarnos: si lo que la reforma ha
previsto es un tipo de femicidio, en
el que la víctima sólo puede ser una
persona del sexo femenino (en
sentido biológico), ¿qué ocurrirá cuando la
persona muerta es mujer en los
papeles (en sentido formal) pero en relación a
sus atributos morfológicos
(genitales externos) pertenece al sexo masculino?,
¿habrá delito de femicidio o
simplemente homicidio?. Seguramente quedará
descartada la figura del femicidio,
por cuanto la víctima no es mujer en
sentido biológico sino en sentido
normativo, que no es el sentido que ha tenido
en cuenta el legislador para
tipificar el fenómeno. Veremos más adelante
cómo esta conclusión cambia
significativamente con la figura incluida al
código penal en el proyecto de
Senadores.
La doctrina ha hecho notar también
las dificultades que se presentan cuando
se analiza el fenómeno desde la
perspectiva de la Ley N° 26.618 de
matrimonio igualitario, normativa
que ha reconocido en Argentina –como
sabemos- la legalidad del matrimonio
entre personas del mismo sexo. Con
arreglo al texto de la Ley, el
asesinato de la pareja en los matrimonios de
homosexuales no conducirá a la mayor
penalidad, sino que –a diferencia del
homicidio en una pareja
heterosexual- deberá recurrirse a los preceptos del
homicidio simple del artículo 79 o a
otras de las circunstancias agravantes del
artículo 80, si fuere el caso. Con
lo que queda en evidencia que el legislador
ha brindado mayor protección legal a
la mujer en una relación heterosexual
que a esa misma mujer en una
relación homosexual (mujer-mujer). A idéntica
conclusión se deberá llegar ante una
muerte de un hombre por parte de su
pareja (hombre) en una relación
homosexual[31].
En otro aspecto, habría que analizar
también si la mayor penalidad prevista
para las hipótesis de femicidio no
resulta violatoria del principio de inocencia,
ya que si lo que fundamenta el
incremento de la pena es la variable de género
(que presupone un contexto de
dominio y poder de un sujeto –el hombre-
respecto de otro –la mujer-),
entonces da toda la sensación de que la carga de
la prueba de la inexistencia de tal
contexto de género debe quedar en cabeza
del agresor, con lo cual estaríamos
admitiendo –si la interpretación es
correcta- que el inc.11 del art. 80
establece una presunción iuris tantum
“contra reo”, ya que los motivos que
el legislador tuvo en cuenta para
aumentar la penalidad (contexto de
género) podrían no concurrir en todos los
casos[32].
Tratándose de una agravante, ella
sólo resultará aplicable en la medida que,
al momento del hecho, concurra el
fundamento que ha justificado su
tipificación como tal en el código
penal. Por lo que deberíamos preguntarnos
si ¿perdura el fundamento de las
circunstancias agravatorias de la pena en los
casos de divorcio vincular,
separación personal o de hecho de larga duración,
relaciones pasadas de noviazgo o de pareja,
etc.?. Si la respuesta fuera
negativa, entonces la mayor
penalidad debiera quedar excluida, debiéndose
reconducir la conducta al homicidio
simple del artículo 79 del código penal.
Si alguna ventaja se puede conceder
a la figura, reside en la circunstancia de
que, al conminarse el hecho con la
misma pena que el parricidio y el
homicidio del cónyuge, se podrían
salvar los eventuales cuestionamientos de
inconstitucionalidad que pudieran
plantearse por violación del principio de
igualdad y del principio de
culpabilidad, que excluye la posibilidad de un
derecho penal de autor, por el que
se castiga con la mayor penalidad al agresor
por su pertenencia al género
masculino.
No discutimos –muy por el contrario,
lo aprobamos- de que se deba acudir
al derecho penal para otorgar
protección a las mujeres que son objeto de
hechos de violencia por sus parejas.
No creemos que este sea el problema. El
problema reside, como antes dijimos,
en la instrumentalización correcta y
adecuada del derecho penal para
lograr tales objetivos.
3.3.5. Tipo subjetivo.
El delito es doloso, de dolo
directo. No resultan admisibles ni el dolo
eventual ni las formas imprudentes.
3.3.6. Consumación y tentativa.
La consumación coincide con la
muerte de la mujer. Se trata de un delito de
resultado material, que admite la
tentativa.
3.3.7. La pena.
El delito tiene previsto la pena de
reclusión o prisión perpetua, pudiendo
aplicarse la medida establecida en
el artículo 52 del código penal. Para su
comentario, remitimos a cuanto se
dijo al analizar el homicidio agravado por
el vínculo parental.
3.4. Homicidio transversal o vinculado
El inciso 12 del artículo 80, pune
con la máxima pena a quien haya
cometido el homicidio con un
propósito determinado: “causar sufrimiento a
una persona con la que se mantiene o
ha mantenido una relación en los
términos del inc.1°”, esto es, una
relación de pareja, mediare o no
convivencia.
Recordemos que el inciso 1° del
artículo 80 hace referencia al ascendiente,
descendiente, cónyuge, ex cónyuge, o
a la persona con quien mantiene o ha
mantenido una relación de pareja,
mediare o no convivencia, por lo que
quedan abarcadas por el precepto
tanto la relación formal de pareja
(matrimonio) como la informal
(concubinato, noviazgo, etc.).
El delito requiere que se ocasione
la muerte de “una persona” (cualquiera)
para que otra sufra por esa muerte.
No interesa el vínculo o relación que ésta
persona haya tenido con la víctima
del homicidio, ni que haya experimentado
sufrimiento o dolor por su muerte.
Lo que caracteriza al delito es su
configuración subjetiva: la
finalidad del agresor (causar sufrimiento) siendo
suficiente para la perfección típica
que se haya matado con dicha finalidad,
aunque no se haya logrado el fin
propuesto.
Se trata de un homicidio
“transversal”, porque implica la eliminación
física de un individuo a quien el
autor de la agresión ni siquiera pudo haber
llegado a conocer, pero que lo mata
“con el propósito de lograr el dolor o
sufrimiento ajeno o herirla
íntimamente en sus sentimientos”, esto es de otra
persona respecto de quien el autor
sabe o conoce que la muerte de aquél le va
a implicar un dolor, un sufrimiento
o un padecimiento, que puede ser de
cualquier naturaleza, psíquico,
físico, etc. (la muerte de un inocente en lugar
del culpable). Es un modo cruel de
matar, que lo aproxima al ensañamiento, y
que para alguna doctrina podría
tratarse de un caso de ensañamiento por la
implicación innecesaria de dolores
morales, como matar en presencia de un
ser querido de la víctima para que
ambos sufran[33], o
matar al hijo para que la
madre, con quien el autor tiene o ha
tenido una relación de pareja, sufra.
Es una modalidad de homicidio
similar a la llamada “venganza transversal”
(innoxii pro noxio), legislada en el
Código de la República de San Marino y en
el Cantón de Ticino, que para
algunos autores, debía quedar fuera de la
agravante de impulso de perversidad
brutal prevista en la versión original de
nuestro código penal[34].
Este tipo de homicidio,
independientemente del hecho físico o material de
la muerte de una persona, se
caracteriza subjetivamente, por cuanto al dolo
propio de todo homicidio se añade un
elemento subjetivo del injusto típico
consistente en el logro, la
búsqueda, el propósito, de causar un sufrimiento en
otra persona ligada a la víctima. Se
mata “para” que otro sufra. Es una
modalidad de homicidio
subjetivamente configurado, portador de un elemento
subjetivo del injusto, de naturaleza
intencional, mutilado de dos actos, similar
al homicidio criminis causa previsto
en el artículo 80.7 del código penal.
El tipo penal no requiere para su
consumación que la persona damnificada
por el homicidio (persona sufriente,
con quien se tiene o se ha tenido un
vínculo o alguna de las relaciones
de las enumeradas en el art.80.1), sufra
“realmente” por la muerte del ser
querido. Es suficiente a los fines típicos que
el autor mate “para” que la otra
persona sufra por el homicidio del otro sujeto,
aunque no logre el fin propuesto.
Aun así, tratándose de un delito de resultado
material, la tentativa es admisible.
Por lo tanto, su configuración exige
la concurrencia de los siguientes
elementos: el hecho material de la
muerte de una persona, la intención (dolo)
de matar y el propósito definido de
causar un sufrimiento o dolor en otra
persona (tipo subjetivamente
configurado). La inexistencia de este elemento
subjetivo elimina la aplicación de
la agravante.
3.5. Lesiones agravadas
El artículo 92 establece “Si
concurriere alguna de las circunstancias
enumeradas
en el artículo 80, la pena será: en el caso del artículo 89 de seis
meses
a dos años; en el caso del artículo 90, de tres a diez años; y en el caso
del
artículo 91, de tres a quince años”.
Uno de los motivos que tuvo el
legislador para rechazar el proyecto del
Senado, que proponía –como se verá
más adelante- la tipificación del delito de
femicidio como un tipo penal
autónomo en un artículo separado, es,
precisamente, la imposibilidad que
ello implicaba de aplicar este artículo 92 a
los casos de lesiones causadas por
un hecho de violencia de género, lo cual
conducía a que resulten aplicables sólo
las escalas penales de los respectivos
tipos de lesiones.
Con la ubicación del femicidio en el
artículo 80 como un tipo penal
agravado del delito de homicidio, se
posibilita –como se podrá suponer- que
en aquellas hipótesis en las que se
provocan lesiones de las descriptas en los
artículos 89 (leves), 90 (graves) y
91 (gravísimas) en la mujer víctima de la
violencia y concurriere alguna de
las circunstancias previstas en cualquiera de
los tipos agravados del artículo 80
(no sólo en casos de violencia de género),
se incremente la pena en los
términos del artículo 92 del código penal.
Vale decir que, por un lado, el
modelo de regulación elegido por el
legislador para la tipificación del
delito de femicidio, resulta más amplio y
abarcativo que el sistema propuesto
por el Senado, ya que alcanza –como
vimos- a las lesiones causadas por
un hecho de violencia de género. Pero, por
otro lado, resulta más restrictivo y
limitado, toda vez que no contempla el
supuesto del homicidio del hombre
autopercibido con identidad de género
femenino, en los términos de la Ley
N° 26.743, que sí se encontraba previsto
en el proyecto del Senado.
De manera que, si la victima de las
lesiones es un sujeto autopercibido con
identidad de género femenino (sea
por su sentimiento o expresión, sea por su
transformación registral o
quirúrgica), entonces deberán ser de aplicación las
escalas penales previstas para cada
tipo de lesión en particular (leves, graves o
gravísimas). Pero, si este mismo
resultado se produce en un contexto de
género, el cual presupone un vínculo
o una especial relación entre el autor y la
víctima, las lesiones sufridas por
el sujeto de sexo masculino autopercibido
con identidad de género femenino
tendrán que ser enmarcadas en algunas de
las hipótesis de agravación del
inciso 1° el artículo 80 (ascendiente,
descendiente, cónyuge, ex cónyuge,
pareja, ex pareja, etc.), si no se tratara de
algún otro de los supuestos
previstos en dicha disposición legal (alevosía,
ensañamiento, placer, odio, etc.),
en cuyo caso resultará de aplicación la
penalidad prevista en la escala
progresiva del artículo 92.
No obstante lo expuesto y las
razones deslizadas por el legislador para
cualificar el delito de femicidio
como un tipo agravado de homicidio, la
principal objeción respecto de la
inaplicabilidad del artículo 92 se hubiera
podido salvar, simplemente, con una
reforma de esta disposición adaptándola
a las exigencias político criminales
pretendidas.
4. Reflexiones finales.
Por último, puede decirse que, con prescindencia
de la perfección técnica del
precepto sancionado por el Congreso,
o el acierto o no de introducir ex novo
una modalidad de asesinato en un
contexto de género, lo cierto es que debe
reconocerse la importancia político
criminal de incorporar al código penal la
problemática de la violencia sexista
(o violencia contra la mujer, como
expresan la Convención de Belén do
Pará y la Ley N° 26.485), circunstancia
que “visibiliza” el tipo penal, lo
descubre públicamente, y lo caracteriza
punitivamente allí donde el sujeto
pasivo es una mujer.
Se podrá discutir si el texto
aprobado en Diputados responde o no a las
expectativas de quienes se han
embanderado en una tendencia
criminalizadora, impulsando la
incorporación de los delitos de género al
código penal, en particular el delito
de femicidio, propiciando su castigo ya
sea como un tipo penal autónomo o
como una forma agravada de homicidio.
Se podrá discutir la conveniencia o
no de incorporar en el ámbito de estos
delitos las diversas hipótesis
previstas en las leyes de Identidad de Género y
de Matrimonio igualitario. Pero, lo
que no nos parece que pueda discutirse en
la actualidad -a estar a las
estadísticas de muertes ocurridas como
consecuencia de la violencia sexista
en los últimos tiempos, suministradas por
los organismos públicos y privados
en Argentina-, es la decisión legislativa
por la opción criminalizadora de la
violencia de género.
Y, más allá de los planteos que
seguramente arrastrarán estas nuevas figuras,
será la interpretación judicial y
doctrinaria la que, como ha ocurrido en
tantísimas ocasiones, la que tendrá
la última palabra en la solución de las
cuestiones más conflictivas que
genere el fenómeno.
Seguramente, un efecto que producirá
la criminalización del femicidio es el
de evaluar –en un futuro no muy
lejano- si la incorporación de los delitos de
género al código penal ha
significado o no una real contribución a la
erradicación definitiva del fenómeno
de la violencia de género, o si por el
contrario, deben ser las
herramientas alternativas, de diverso signo (sociales,
culturales, educativas, laborales,
económicas, etc.) las que deben ser
ponderadas como prima ratio en el
combate contra la violencia sexista.
Respuesta punitiva o respuesta
alternativa, inclusive sancionatoria, o ambas
cosas. Esclarecer esta opción, aun
estando en vigencia la primera de ellas, tal
vez pueda llegar a contribuir a
hacer realidad la declaración de la Ley N°
26.485 de Protección Integral para
Prevenir, Sancionar y Erradicar la
Violencia Contra las Mujeres en los
Ámbitos en que Desarrollen sus
Relaciones Interpersonales,
consistente en “promover y garantizar el derecho
de las mujeres a vivir una vida sin
violencia”.
[1] Conf. Muñoz Conde Francisco y García Arán
Mercedes, Derecho penal, parte general, pag. 25, Tirant lo Blanch Libros,
Valencia, 1993
La violencia de género también
es violencia, pero se nutre de otros
componentes, diferentes a
aquellos que caracterizan a los crímenes violentos
convencionales: un sujeto
pasivo femenino, un sujeto activo masculino y un
contexto específico en el que
germina la conducta criminal para doblegar y
someter a la victima.
[3] Conf.
Alcale Sánchez María, De la sexualidad de la ley penal a la asexualización del
problema de los malos tratos en el ámbito familiar, Anuario de Derecho Penal,
N° 1999-200, Madrid.
[4] Conf.
Maqueda Abreu María Luisa, La violencia de género. Entre el concepto jurídico y
la realidad social, RECPC, 08-02, 2006.
[5] Para
mayores detalles sobre este delito, véase Buompadre Jorge Eduardo, Tratado de
Derecho penal, parte especial, 3ra. edición, T.1, pags. 99 y sig. Editorial
Astrea, 2009.
[6] Conf.
Romeo Casabona Carlos María, Los delitos contra la vida y la integridad
personal y los relativos a la manipulación genética, Estudios de Derecho Penal
pags. 6 y sig., Editorial Comares, Granada, 2004.
[7] Conf.
Peñaranda Ramos Enrique, en Compendio de Derecho Penal, parte especial (Dir.:
Miguel Bajo Fernández), Volumen 1, pag. 28, Editorial Centro de Estudios Ramón
Areces, S.A., Madrid, 2003.
[8] Conf.
Polaino Orts Miguel, Lecciones de derecho penal, parte especial, pags. 34 y
sig., 1, Tecnos, España,2010.-
[9] Conf.
Corcoy Bidasolo Mirentxu, Protección jurídica en el principio y en el fin de la
vida, Derecho de Familia, Revista Interdisciplinaria de Doctrina y
Jurisprudencia, N° 55, pag. 118, Abeledo Perrot, Buenos Aires, Julio 2012.
[10] Confr.
para mayores detalles sobre estas figuras, Buompadre Jorge Eduardo, Tratado de
derecho penal, cit., pags. 99 y sig.; Breglia Arias Omar, Homicidios agravados,
pags. 29 y sig., Astrea, 2009. Piensa –a nuestro juicio erróneamente- que, a
través del homicidio agravado del art.80.1 del código penal se ha dado una
tutela especial a la familia, Lewin Lorena, en La violencia de género y el
panpenalismo en los actuales proyectos del código penal, cit., pag. 1519.
[11] En
este sentido, Villacampa Estiarte Carolina, El maltrato singular cualificado
por razón de género, RECPC, 09-12, pag. 17.
[12] Conf.
Zaffaroni Eugenio Raúl, Alagia Alejandro y Slokar Alejandro, Derecho penal,
parte general, pags. 110 y sig., Ediar, Buenos Aires, 2000. Gómez Luis Flavio y
García-Pablos de Molina Antonio, Direito Penal, parte geral, V.2, 2da. edición,
pag. 510, Editoria Revista Dos Tribunais, Sao Paulo, 2009.
[13] Conf.
Creus Carlos y Buompadre Jorge Eduardo, Derecho penal, parte especial, T.1.,
7ma. Edición, pags. 15 y sig., Astrea, 2007.
[14] Conf.
en este sentido, Aboso Gustavo Eduardo, Código Penal comentado, pag. 37, IbdeF,
Julio César Faira Editor, Montevideo-Buenos Aires, 2012
[16] Conf.
Muñoz Conde Francisco, Derecho penal, parte especial, 18° edición, pags. 197 y
sig., Tirant lo Blanch Libros, Valencia, 2010.
[17] Ley
26.743, art.2: “Se entiende por identidad de género a la vivencia interna e
individual del género tal como cada persona la siente, la cual puede
corresponder o no con el sexo asignado al momento del nacimiento, incluyendo la
vivencia personal del cuerpo. Esto puede involucrar la modificación de la apariencia
o la función corporal a través de medios farmacológicos, quirúrgicos o de otra
índole, siempre que ello sea libremente escogido. También incluye otras
expresiones de género, como la vestimenta, el modo de hablar y los modales”.
[18] Entre
las diversas categorías de género por las que se identifican las personas,
podemos mencionar al travesti, que es un hombre o una mujer que de forma
eventual o en situaciones específicas se viste y comporta como una persona del
género contrario (hombre como mujer, mujer como hombre), al transgénero, que es
un hombre o mujer que se comporta y viste de forma permanente como una persona del
género contrario y ya es parte de su estilo de vida, aunque está conforme con
su sexo biológico; y el transexual, que es un hombre o mujer que se viste y
comporta de forma permanente como una persona del género contrario siendo esto
parte de su estilo de vida, además de no estar de acuerdo con su sexo biológico,
a diferencia de la persona transgénero.
[19] El
término misoginia está formado por la raíz griega "miseo", que
significa odiar, y "gyne" cuya traducción sería mujer, y se refiere
al odio, rechazo, aversión y desprecio de los hombres hacia las mujeres y, en general,
hacia todo lo relacionado con lo femenino. Para un conocimiento más detallado
sobre esta expresión, véase Holland Jack, Una breve historia de la misoginia,
el prejuicio más antigüo del mundo, Editorial Océano, México, 2010.
[20] Conf.
Righi Esteban, Derecho Penal, parte general, LexisNexis, pags. 226 y sig.,
Buenos Aires, 2008.
[21] Sobre
la interpretación de la expresión “violencia de género” en el derecho español,
véase la monografía de Soledad de Andrés Castellanos, ¿Violencia de género?,
disponible en Internet en http://www.ucm.es/info/especulo/cajetin/generob.html.
En este sitio se puede consultar las opiniones a favor y en contra del uso del
sintagma nominal “violencia de género”.
[23] Confr.
mayores detalles sobre esta legislación, en Arocena Gustavo Alberto,
Impedimentos de contacto de menores con sus padres no convivientes, Astrea,
Buenos Aires, 2010
[24] Conf.
Lewin Lorena, La violencia de género y el panpenalismo en los actuales
proyectos de reforma del código penal, Revista de Derecho Penal y Procesal
Penal, N° 9, septiembre-2011, pag. 1516, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 2011.
[26] Conf.
Larrauri Elena, La mujer ante el derecho penal, disponible en Internet
www.nodo50.org/feminismos
[27] Ley
N° 26.485, art. 4: “…..Es la relación que se configura por prácticas
socioculturales históricas en la idea de la inferioridad de las mujeres o la
superioridad de los varones, o en conductas estereotipadas de hombres y mujeres
que limitan total o parcialmente el reconocimiento o goce de los derechos de
éstas, en cualquier ámbito en que desarrollen sus relaciones interpersonales”.
(Dec. 1011/10, reglamentario de la Ley 26.485)
[28] Reglamentación
de la Ley 26.485 (Decreto 1011/2010 - B.O.: 20/7/10), cuyo artículo 4°
establece lo que debe entenderse por “relación desigual de poder”, diciendo: Se
entiende por relación desigual de poder, la que se configura por prácticas
socioculturales históricas basadas en la idea de la inferioridad de las mujeres
o la superioridad de los varones, o en conductas estereotipadas de hombres y
mujeres, que limitan total o parcialmente el reconocimiento o goce de los
derechos de éstas, en cualquier ámbito en que desarrollen sus relaciones
interpersonales.
[29] Confr.
el trabajo de Monteiro Iolanda Regina, Tipo penal: o recurso aos elementos
normativos, disponible en www.derechopenalonline.com
[30] Confr.
las agudas observaciones de Polaino-Orts Miguel en los trabajos “Sobre el
injusto de la violación en la pareja”, cit., pags. 128 y sig. y “La
legitimación constitucional de un Derecho penal sui generis del enemigo frente
a la agresión a la mujer. Comentario a la STC 59/2008, de 14 de mayo”, en
InDret (Revista para el análisis del Derecho), N° 3, 2008, ver en
www.indret.com.
[31] Conf.
igual razonamiento en Lewin Lorena, La violencia de género y el panpenalismo en
los actuales proyectos de reforma del código penal, cit., pags. 1520 y sig.
[32] Conf.
Larrauri Elena, Igualdad y violencia de género, pag. 14, InDret Revista para el
Análisis del Derecho, Barcelona, 2009, disponible en www.indret.com
[33] Conf.
en este sentido, López Bolado Jorge Daniel, Los homicidios calificados, pag.
89, Plus Ultra, Buenos Aires, 1975.
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